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diego agudelo
Crítico de series
Las historias se adhieren al espíritu. A lo largo de los años, a raíz de la exposición constante a las tramas, este se ve rodeado de capas innumerables, como una cebolla. En el centro, hay un fuego palpitante y, alrededor, se pliegan viajes, rostros, nombres, héroes, bestias que dormitan o rugen, tesoros ocultos, búsquedas, misterios, una piel de oro custodiada por una serpiente, un caballo de madera preñado de guerreros, un príncipe desquiciado, una cortesana que en sus horas de desvelo escribe un libro que nunca morirá, un esclavo diminuto que finge ser un turpial para invocar el clímax de una princesa, un enfermo que recuerda la gloria de sus vidas pasadas, un rayo que insufla vida a una compilación de cadáveres, un corazón que delata a su asesino, un niño congelado en el sueño de un siglo en el centro de un témpano de hielo.
Desplegar cada capa de este cúmulo de historias equivale a elevar una plegaria a algún dios compasivo. Es un ritual de purificación: se sacude la memoria para llevar una circulación de aire y luz a aquellos rincones que se van oscureciendo, nuevos sentidos emergen de imágenes o frases que creíamos aprehendidas, se entiende que a la vera de los senderos recorridos crece una vegetación mutable que siempre ofrece una que otra flor insospechada a quienes emprenden la tarea de volver sobre sus huellas. Nuevas pisadas surgen sobre las antiguas: revisitar historias nos convierte en viajeros que escriben un palimpsesto de caminos.
De nuevo me sumergí en los capítulos de Avatar, el último maestro aire. Es una serie animada de 2005 disponible en Netflix. Sus tres temporadas están conformadas por 60 capítulos que cuentan una historia que se atraviesa como cualquier héroe mítico atraviesa los umbrales que lo transforman en su aventura. Con pocas series he sentido tal atmósfera de simulación: no es el cotidiano efecto de sentirse identificado con un protagonista o dejar fluir la empatía hacia alguna historia de vida; es un deseo imprevisto que nos invita a vestir la piel de un ser que irradia vida allende el soporte en el que está dibujado.
Aang es como el mesías de un mundo en el que los espíritus y los hombres se rozan en secreto. Si acaso el equilibrio se rompiera, su poder de controlar los cuatro elementos le permitiría reestablecer el orden de ese universo fantástico en el que se forjan lazos de amistad irrompibles con bestias de aspecto antediluviano y los vínculos afectivos perduran a lo largo de sucesivas reencarnaciones.