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Diego agudelo Gómez
Crítico de series
En este cuento de hadas todos sabemos el final y no es, como sucede en los libros, la felicidad eterna. Al contrario, el retrato que ofrece The Crown de la monarquía británica es inclemente y no titubea a la hora de dotar a los personajes de todas las flaquezas que se ocultan tras la mampostería de alhajas, sedas y piedras preciosas que suelen llevar todos esos duques y princesas y lores que pueblan las escenas.
En la cuarta temporada de esta serie de Netflix, la fascinación que los plebeyos sentimos por el mundo encantado de los monarcas opera al revés. No hay nadie a quien admirar, ninguna figura es inspiradora, cada espécimen de ese linaje de sangre azul es repulsivo o patético o chocante. El príncipe Andrés y el príncipe Eduardo son presumidos, débiles, envidiosos y mediocres; el príncipe Carlos oculta a un niño consentido y berrinchudo detrás de una fachada de hombre reflexivo de alma vieja; la princesa Ana es un pozo de frustraciones, el duque de Edimburgo es un segundón al que nadie le hace caso, la reina Isabel es pusilánime y rancia.
Ni siquiera la princesa Diana se salva. Aunque surge en los primeros episodios como una criatura fantástica y sutil, tocada de algún modo por la divinidad, a medida que se complica la trama, a medida que va quedando atrapada en un matrimonio árido, una tierra yerma donde es imposible calmar la sed, va revelando poco a poco las patologías y desdichas que las cámaras de los paparazzi nunca pudieron captar. Sin embargo, Diana -así, sin títulos, terrenal y frágil- acapara toda nuestra compasión y acentúa el fastidio que se despierta por el hermético clan liderado por la reina. El vaivén emocional en el que uno se embarca en esta temporada desata vértigo y morbo, agudiza la visión porque se desea descubrir los pensamientos ocultos de los personajes, esas pasiones soterradas que se revelan en un cruce de miradas, en una sonrisa hipócrita, en una reverencia brindada con furia o humillación.
La serie ha desatado encanto y fiebre en las redes. Muchos comentan las escenas, interpretan las metáforas, se preguntan por el curso que tomarán los acontecimientos. En los tabloides, hace mucho tiempo, están escritos los spoilers. No hay que preocuparnos por quién vive o quién muere, tampoco por la veracidad histórica de las secuencias. Liberados de este yugo, podemos deambular de manera anónima por los palacios, husmear en esas habitaciones abigarradas que parecen mausoleos para los cadáveres vivientes que las habitan, porque los personajes realmente parecen condenados a una muerte lenta, a una extinción interior que hiede por encima del glamour al que están encadenados. Este modo lacerante en el que se marchita un espíritu es especialmente visible en las pinceladas que la serie da alrededor de la vida de la princesa Diana: a medida que nada en las aguas infestadas de la realeza, la damisela ingenua se torna oscura y feroz, convierte su sufrimiento, la ausencia de amor, en el combustible que terminará incendiando las máscaras que protegen a los monarcas. La serie sugiere muy tenuemente esta peligrosidad de Diana y puede disparar las conjeturas sobre las verdaderas causas de su muerte, la cual no se narra en esta temporada.
Un capítulo aparte merecería una figura como Margaret Thatcher, interpretada por la actriz Gillian Anderson. Es una de las actuaciones más notables, el carácter férreo de la Primera Ministra está representado con sobriedad y elegancia, pero hay un dejo de ironía en la encarnación del personaje. Sin caer en lo explícito, se señalan las pústulas supurantes de la dama de hierro, los gestos dictatoriales, la moral conservadora y miope, el desprecio profundo por lo diferente. Por momentos, la serie se convierte en un intenso duelo entre la reina y la Primera Ministra, ambas compitiendo por un poder al que se aferran como náufragos a un trozo de madera, lo cual pone a los espectadores en la privilegiada posición de ese niño que en el cuento apunta su dedo al emperador para gritar que está desnudo.