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Hay épocas del año en que la literatura parece que importara. Enero, por ejemplo, nos deja en Colombia la sensación de que son muchos los que están enterados de todo lo que pasa en asuntos literarios. Un festival en Cartagena y un premio nacional en Medellín crean una sensación de totalidad. Sugieren que no hay que mirar para otros lados, porque los reflectores y las alfombras rojas nos muestran el camino.
De nada sirve que se diga que tanto el premio como el festival los controlan una o dos editoriales comerciales. Vano es que recordemos que ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Kafka, ni Joyce ganaron premios ni asistieron a festivales (entre otras cosas porque esos circos son cosa reciente). No sirve de nada que digamos que el premio literario de la dinamita no se lo dieron a Borges pero sí a don José de Echegaray. La impresión que producen esos despliegues es demasiado poderosa y, entre conversatorio y cheque millonario, se va escribiendo la historia de la literatura nacional.
Hay excepciones, por su puesto. En ocasiones, los organizadores condescienden a invitar a los Pablo Montoya o Rosero Diagos. Pero se apuran a bajarlos del escenario para subir a los que la gente ya se comió el cuento de que escribían. El escritor se ha vuelto marca y mercancía. El contenido de su obra se ha vuelto irrelevante.
A los lectores perspicaces, un consejo: no coman cuento. Fórmense un criterio. Busquen por su cuenta. Vayan a las bibliotecas. Exploren las ofertas de las editoriales independientes y universitarias. Lean a los viejos (hay también un culto a la juventud que, en literatura, es todo un contrasentido).
Para demostrar lo amplia que es la literatura, y lo estrecha que la pone nuestro Hollywood, les doy un ejemplo. ¿Saben quién es Marco Tulio Aguilera Garramuño? Aguilera Garramuño es uno de los escritores colombianos vivos de obra más significativa. Los que ya pasaron del medio siglo es muy probable que recuerden su novela “Breve historia de todas las cosas”, una parodia deliciosa de “Cien años de soledad”. Aguilera Garramuño ha pasado casi toda su vida en México y es intenso y belicoso: la mezquindad del establecimiento literario para reconocerlo le ha agriado el ánimo. Pero su producción es constante. Ha publicados más de cuarenta libros. El año pasado publicó dos novelas. Una de ellas, “La honesta lujuria” (Nieve de Chamoy, 2018), es una pequeña joya, disparatada y dolorosa, que -por supuesto- no se consigue en nuestras librerías.
“La honesta lujuria” cuenta la historia de Amado de los Santos Dionisio Luna, un pobre diablo que se gana la vida como consultor erótico sentimental. La novela sigue su recorrido por los abrazos amorosos y mercenarios con distintas mujeres, entre ellas una niña (y el homenaje a Nabokov es evidente), una gorda (su familia le paga a Amado para que le haga el favor), una mujer descuidada por su marido y una violinista que termina por castrarlo con su despliegue de desdén e intelectualidad. La novela reivindica la libertad del acto creador; pero sería condenada al fuego por la inquisición moral que intenta tomarse los estudios literarios. Su diálogo es con Cervantes, Rabelais, el Marqués de Sade. Su gran protagonista es el lenguaje: ese estilo de perro viejo con que Aguilera Garramuño sigue escribiendo en la sombra la historia de la literatura colombiana.
