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El cine se ha hecho pequeño. No tanto en sus ambiciones formales (aunque también, no hay muchos Christopher Nolan o Denise Villeneuve capaces de filmar odiseas agotadoras o sagas épicas) sino en sus alcances filosóficos.
Tal vez respondiendo a una cultura cada vez más fragmentada en nichos temáticos y en públicos con ansiedad y déficit de atención, el cine es por estos días un catálogo de respuestas a preguntas mínimas ¿quién mató a tal persona? o ¿qué pasó en tal día de aquel año?, en detrimento de aquellas películas que intentan responder los interrogantes con los que el ser humano lidia desde el comienzo de los tiempos: ¿para qué sirve la vida?, ¿a qué vinimos a este mundo?, ¿qué es el amor o qué la amistad? Las preguntas siguen estando ahí, pero es como si el cine ya no se atreviera a acercarse.
El cine de Guillermo del Toro, al contrario, ha ido expandiendo sus límites, pasando de preguntarse por la naturaleza de un vampiro o por las razones de la existencia de los fantasmas, hasta estos últimos tiempos en que trata de entender si la maldad es parte del espíritu humano (El callejón de las almas perdidas) o qué es lo que nos hace personas (Pinocho). Con su adaptación de Frankenstein avanza en ese camino y se atreve a modificar uno de los pocos mitos contemporáneos que no tiene que ver con superhéroes de cómic, haciéndolo más pertinente para nuestra pobre humanidad de hoy, agobiada y doliente. Porque si cuando Mary Shelley concibió esta historia la Revolución Industrial y los avances de la ciencia hacían desconfiar de lo que podía pasar si el hombre tomaba el lugar creador de Dios, ahora lo que hay que temer es qué criaturas van a salir de estos dioses crueles, sin educación ni amor, en que nos hemos convertido.
Su Víctor Frankenstein es un metahumano, que se supone es el destino de todos cuando empecemos a implantarnos chips en el cerebro; por eso dedica tanto tiempo a remarcar la importancia de los procesos de aprendizaje, en lo que es el logro más sutil de un guion preciso y sin fisuras, haciendo énfasis en que nuestras creaciones sólo serán capaces de reproducir aquellos principios que les enseñemos y, por lo tanto, una IA diseñada por tipos despiadados no entenderá de compasión; por eso la Elizabeth que encarna Mia Goth simboliza, con ayuda del vestuario extraordinario de Kate Hawley, a la Naturaleza, a la que terminarán destruyendo los propios seres humanos y no los monstruos que ha creado, porque ni los carros ni los robots tienen alma.
Si el frenesí de la interpretación de Oscar Isaac se parece ciertamente a la intensidad malsana de los “genios” de Silicon Valley, es bajo hondas capas de maquillaje que por fin se ha desplegado el talento actoral de Jacob Elordi, sin el imperativo de verse bien y con la única meta de crear un personaje grandioso y memorable, digno de este relato único y tan artesanal como lo deja ver el diseño de producción de Tamara Deverell, que expresa en cada esquina la cualidad vital de lo tangible. Una criatura cinéfila tan grandiosa como su creador, Guillermo del Toro. Padre amoroso y demiurgo incansable.