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La entrega de los premios Emmy pone los reflectores sobre las producciones televisivas que han marcado tendencia en los últimos años. Las estatuillas de una mujer alada que sostiene el átomo de la ciencia llegaron quizás a manos que las merecían, otras manos tal vez ya están acostumbradas a cargar con el peso del reconocimiento y recibirlo de nuevo solo representa el cumplimiento de las convenciones. La industria anglosajona de la televisión celebra lo nuevo, lo atrevido, lo entrañable, lo transgresor y también aquello que atrae los corazones con un magnetismo que amasa cantidades colosales de dinero. Vale la pena felicitar a algunos de los ganadores y pensar en algunas de las razones por las que merecen esa figura de oro que representa la musa del arte abrazando a la ciencia.
Juego de Tronos ganó el premio a la mejor serie dramática. Es la despedida merecida de una serie que encendió el fervor de multitudes durante una década. El galardón estaba anunciado: el despliegue técnico de la producción no tenía comparación y marcó un hito en cada temporada, cuyos rodajes se extendían en una docena de países que contribuían a pintar cada episodio con un exotismo extranjero y una atmósfera fantástica que de verdad transportaba a la audiencia fuera de este mundo.
Cherbobyl fue premiada como la mejor miniserie. Que valga el galardón para llamar la atención sobre una historia que denuncia la miopía burocrática que tantas veces pone en riesgo la vida de los seres humanos. Una miopía que hoy campea rampante en asuntos tan vitales como el cambio climático. La trama recrea con realismo pasmoso el destino de una ciudad arrasada por la radiación. Inevitable no ver en esa metropoli el reflejo de lo que podría ocurrirle al mundo entero si se les permite continuar en el poder a los príncipes de la negligencia.
Jodie Commer, la actriz que en Killing Eve interpreta a la asesina internacional Villanelle, se hizo con el premio a Mejor actriz en serie dramática. Se daba por ganadora a Emilia Clarke de Juego de Tronos, pero se hizo justicia porque el trabajo de Commer en la serie británica es impecable: su rostro es capaz de proyectar los rictus más encantadores de locura y malevolencia. Villanelle es cínica y angelical, amorosa como un gorrión, tan letal como el ébola, la cámara la capta deslumbrante como una emperatriz implacable dispuesta siempre a subyugar a numerosas huestes de hombres.
Otra mujer que merecía de forma indiscutible el Emmy por su actuación era Julia Gardner, quien ganó el premio a Mejor actriz de reparto por su trabajo en Ozark. En el papel de Ruth Langmore, Gardner exhibe un potencial que seguro la llevará a figurar en producciones más ambiciosas. La furia y la tristeza se entrelazan en sus gestos. En cada parlamento se siente un torbellino contenido que carga las escenas con la inminencia de un desastre. Un gesto de coherencia con esta actriz hubiera sido que se le entregara la estatuilla de un ángel, pero de un ángel exterminador.
Peter Dinklage ratificó su enormidad recibiendo por cuarta vez el premio a Mejor actor de reparto. No es necesario mencionar la relevancia de su papel en Juego de Tronos. Era improbable que ocurriera pero si él hubiera ocupado el trono de hierro, los fanáticos quizás no hubieran estado tan decepcionados con el desenlace de la historia.
Los premios Emmy están diseñados para que brillen títulos y actores. Los productores y directores pasan a un segundo plano, pero el premio a Jason Bateman como mejor director por su trabajo en ocho episodios de Ozark es de aplaudir. El actor no solo demuestra que puede salirse de la camisa de fuerza de la comedia sino que tras las cámaras es capaz de tejer con rigor un drama visceral que le pisa los talones a series recordadas como Los Soprano o Breaking Bad.
La lista de ganadores en los Emmy no es corta. Cada uno merecería un comentario. Los títulos que se llevan un galardón a casa también engrosa la lista de futuras maratones, la sobredosis de historias está servida.
