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Diego Agudelo Gómez
Crítico de series
Durante las últimas semanas del año pululan las listas de lo mejor y lo peor. Lo más visto, lo más ignorado, lo que pasó desapercibido en las pantallas, lo que ofrecía muchas promesas pero no cumplió ninguna, lo que discretamente cautivó a las audiencias, lo que descalabró a los críticos, lo que marcó un antes y un después... cada criterio puede ser tan común como arbitrario. ¿Qué elementos de juicio son los más acertados para hacer una lista en orden ascendente o descendente que corone en su cúspide a una producción como la mejor del año? Si hago un recuento de la cantidad de series que vi en 2019 mi memoria empieza a fallar. ¿Qué estaba viendo por esta época en 2018? Y las primeras semanas de enero, ¿cuál fue la producción que capturó mi atención?
Sin proponérmelo he usado en este párrafo palabras derivadas de captura y cautiverio y es que dedicar parte del tiempo a ver episodio tras episodio es una especie de cárcel, no solo por las horas de confinamiento sino por la soledad que implica y los devaneos mentales que brotan a partir de cada argumento, haciendo que la memoria se altere y sea muy difícil recordar en qué momento se apreció tal o cual serie. De modo que hacer memoria sobre cada historia que vi durante el año es una labor extenuante, un flashback en el que siento que me demoro exactamente la misma cantidad de tiempo que me tomó ver cada serie.
Mi criterio para construir un ranking de series, entonces, no tiene que ver con las mejores o las peores, con las más costosas o las más sorpresivas. Tiene que ver, sobre todo, con el grado de emoción que me produjo cada una, con la sorpresa, el encanto, la dosis de maravilla experimentada durante sus temporadas.
Recuerdo en primer lugar Euforia, la serie de HBO sobre una juventud embriagada de furia y pasión. La recuerdo por la música, por la belleza de sus personajes, por la emancipación que propone. Y dejaría que el podio de esta serie lo comparta La colina de Watership, una serie animada protagonizada por conejos: errabundos, desterrados, perseguidos, inocentes frente a las amenazas que destruyen su ecosistema y horadan sus vínculos afectivos. Estas dos series darían pie para construir una selección sobre argumentos que invitan a la sublevación.
Chernobyl, por ejemplo, es un llamado a descreer todo el tiempo de las versiones oficiales de la historia. Ayuda a reconocer la mampostería de mentira sobre la que se fundan algunos gobiernos. Y la serie Amor, muerte y robots, joya animada producida por Netflix, especula sobre algunos futuros que se avecinan si acaso continuamos con el adormecimiento: la distopía está a la vuelta de la esquina y por series como estas podemos ver los rumbos torcidos que puede tomar la humanidad.
Sin duda, en esta lista debe figurar el final de Juego de Tronos. No hablaré de la desilusión que algunos fans sintieron, solo aplaudiré una historia que conmocionó a millones de personas durante casi una década. También hay espacio para mencionar a los superhéroes: The Boys y la truculenta moral que motiva a los enmascarados a buscar impunidad para sus fechorías. Watchmen y el universo de fascismo que retrata como una parodia sin maquillaje de la degradación de nuestro propio universo.
Tendría que dejar espacio para las series que se elevan como obras de arte. Empezaría por Peaky Blinders y su exquisitez musical para seguir con El cristal encantado y su dimensión fantástica de títeres y muñecos. No olvidaría incluir a Nuestro planeta, serie narrada por David Attenborough con una voz que nos guía a través de una naturaleza en crisis, quizás moribunda, que aún en sus momentos más sombríos despliega una belleza ilimitada ante quienes saben observarla.
Y llegando al final de esta lista arbitraria de lo que me conmocionó este año tendría que dedicar unas palabras a BoJack Horseman. Cada episodio es un asombro invaluable. Cada capítulo es una clase de buena escritura. A esta serie le agradezco las risas y las lágrimas.