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ME CHUPA EL VAMPIRO, “El conde”, de Pablo Larraín

17 de septiembre de 2023
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  • ME CHUPA EL VAMPIRO, “El conde”, de Pablo Larraín

Pensar que los políticos son unos chupasangres que se alimentan de nosotros no es, digamos, una novedad. Llevar esa idea hasta el extremo y convertir a uno de los dictadores más reconocidos de la historia reciente de Latinoamérica en un vampiro, para burlarse de lo que simbolizó y sigue simbolizando, sí es, por lo menos, admirable por su ingenio y por la voluntad de provocación que encierra la idea.

No se puede negar que la historia real le ayudó un poco a Pablo Larraín, quien escribe junto con Guillermo Calderón el guion de “El conde”, película que también dirige y que fue estrenada hace poco en Netflix. Porque Pinochet sí usaba esa capa, de innegables conexiones con el atuendo que asociamos con Drácula, como parte del uniforme militar con el que ejerció su poder dictatorial en Chile desde 1973, cuando derrocó al gobierno legítimo de Salvador Allende, hasta 1990, cuando un plebiscito que también retrato con acierto Larraín en “No”, le quitó la omnipotente percepción que teníamos sobre su mandato. Y si estaba viejo y decrépito, como termina retratándolo el director chileno, alejado del mundo después de fingir su muerte. Y sí se veían él y su esposa, Lucía Hiriart, cuando reían juntos en los informes televisivos, como dos pérfidos cómplices que creían que vivirían para siempre y jamás serían castigados por sus crímenes.

Pero es mérito de Larraín haber aprovechado el colchón financiero de Netflix para decantarse por la sátira, un subgénero de la comedia poco atractivo comercialmente, que unido a la fantasía del elemento vampírico le permite criticar sin la cautela que impondría otro tipo de acercamiento, más realista o documental, a una figura nefasta de nuestra historia, subrayando sin empacho su ambición, su mediocridad infame, la estulticia de su familia y la descarada corrupción que sembró a su alrededor. Sin sutilezas, como cuando Chaplin puso a Hynkel, el personaje central de “El gran dictador” a hacer malabares con un globo terráqueo, Larraín construye a este Pinochet como un vil asesino que siempre se aprovechó de los más débiles, que mató y ordenó matar sin ningún escrúpulo, y que desde su juventud como integrante del ejército de Luis XVI, usó su poder para huir de la justicia.

Al ser una comedia fantástica, Larraín puede gritar verdades que el público latinoamericano capta en su triste vigencia, como lo inútiles que pueden ser los hijos de los caudillos, la responsabilidad de la religión en tantas injusticias, o que nuestros males sean la herencia que nos dejan las acciones de otros países más poderosos. Sin sutilezas, como ya dijimos, pero ayudado por la fotografía espléndida de Edward Lachman y por la gracia deliciosa de un reparto magnífico (destacándose el trabajo enorme de Jaime Vadell como Pinochet) que le saca partido al diálogo más simple para imprimir ironías y sarcasmos que a lo mejor se les escapen a los no hispanohablantes. Como el hecho de que los que son como Pinochet, siguen ahí, inmortales. Esperando saciar su sed en nosotros, que lo permitimos.

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