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La JEP se pifió

La JEP no puede ser un árbitro que pita una cosa en un arco y otra distinta en el de enfrente. Si quiere despejar la sombra del doble estándar, debe demostrar —con hechos, no con discursos— que su balanza pesa lo mismo para todos.

21 de septiembre de 2025
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  • La JEP se pifió

Ocho años tardó la Jurisdicción Especial para La Paz (JEP) en dictar sus primeras condenas. Y cuando por fin llegaron —una contra el último secretariado de las Farc por más de 21.000 secuestros y otra contra exmilitares del Batallón La Popa por 134 falsos positivos— quedó un sabor amargo: el que no se cumplió, al menos en la sentencia de los exguerrilleros, el Acuerdo de Paz firmado.

El país esperaba un mensaje nítido: que los máximos responsables —sin distingos de brazalete— tuvieran que responder conforme quedó pactado. Lo que recibió, en cambio, fue una señal confusa que alimenta la sensación de no haber cumplido y además de haber aplicado un doble rasero.

En la sentencia contra las Farc, la restricción de la libertad —que debía ser real y con límites concretos de territorio y horarios— no quedó clara. En el fallo se habla de monitoreo y verificación, sí, pero no de un lugar específico y un espacio limitado. Con los militares de La Popa, en cambio, la JEP fue más precisa: ubicación, jornadas y controles quedaron plasmados.

El artículo de la ley estatutaria en el caso de las Farc es claro: “La JEP determinará las condiciones de restricción efectiva de libertad que sean necesarias para asegurar el cumplimiento de la sanción”. Vale repetir: “restricción efectiva de la libertad”.

Y dice la ley a los magistrados expresamente que deben “fijar de forma concreta los espacios territoriales donde se ubicarán los sancionados”. Además deja claro “que tendrán un tamaño máximo equivalente al de las Zonas Veredales Transitorias de Normalización”, como también, “horarios y reglas claras sobre desplazamientos y residencia”.

Es decir, si los magistrados “condenan” a los exguerrilleros por ejemplo a desminar tenían la obligación de decirles a Rodrigo Londoño (Timochenko), Pablo Catatumbo, Pastor Alape, Milton Toncel, Jaime Parra (‘Mauricio Jaramillo’), Julián Gallo (‘Carlos Antonio Lozada’) y Rodrigo Granda en qué lugar de un municipio específico lo deben hacer. Y en ese sitio deberían permanecer bajo un especial monitoreo. Porque el Acuerdo habla de un espacio veredal para restricción de la libertad, pero la JEP les dio todo el país por cárcel. Sin horarios ni monitoreo.

Con razón el jefe negociador del gobierno de entonces, Humberto de la Calle, en una charla en la Fiesta del Libro de Medellín, comentó el viernes: “Es un poco frustrante. Era el Gobierno el que tenía que haber preparado algo para que los colombianos pudieran ver –casi que las 24 horas del día por televisión– que los señores están desminando en el sitio que les corresponde”.

El punto de la restricción de la libertad fue, quizá, el más reñido y difícil de toda la negociación entre el Estado y la guerrilla. El Gobierno se paró en esa línea roja e insistió en que debía haber limitaciones claras al movimiento de los responsables. Las Farc se resistieron, pero al final se logró el Acuerdo en los términos ya comentados.

Y ahora llega un magistrado, con su sentencia, y como si fuera lo más fácil del mundo altera lo pactado. No sería exagerado decir que la JEP está escribiendo una nueva versión del Acuerdo de Paz. No solo desaparecieron como por arte de magia la restricción de libertad para los exjefes de la guerrilla. También hace un rato, decidieron que la JEP juzgaba a militares, lo cual no estaba en el pacto firmado. Y en el fallo de esta semana se inventaron también un descuento para los exjefes de las Farc por trabajos restaurativos. Es decir, ahora resulta que de los ocho años de pena restaurativa —hacer obras para reparar a las víctimas— que ya de por sí era la ganga del proceso, ahora van a descontar años por hacerlo. Les descuentan pena por pagar la pena.

No se trata de negar el esfuerzo ni la importancia simbólica de estas decisiones. Para miles de víctimas, escuchar una condena y un reconocimiento del daño importa. Pero la justicia transicional no puede vivir de símbolos: necesita reglas nítidas y que se cumplan. La JEP, en estos fallos, se quedó corta frente a su propia misión. Cuando los crímenes más atroces se perciben como canjeables por trabajos voluntarios tambalea el Estado de derecho.

Hay que decir también que los exjefes de las Farc tienen un equipo de abogados asesorándolos que se han convertido en una suerte de pesadilla para el manejo de los casos para los magistrados de la JEP y para las víctimas.

La JEP no puede ser un árbitro que pita una cosa en un arco y otra distinta en el de enfrente. Si quiere despejar la sombra del doble estándar, debe demostrar —con hechos, no con discursos— que su balanza pesa lo mismo para todos.

De lo contrario, la justicia transicional quedará corta frente a su misión y les dará la razón a quienes siempre dudaron de su capacidad para equilibrar verdad, reparación y sanción con la severidad que la tragedia nacional exige.

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