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Tal vez uno de los síntomas más evidentes, y más preocupantes, de la decadencia del Gobierno de Gustavo Petro es el hecho de que poco a poco su equipo se ha ido desgranando y él se ha ido quedando con lo más maluco de su gabinete.
El Gobierno, lejos de consolidarse como un proyecto serio de transformación, ha terminado pareciéndose peligrosamente a un reality show. Uno en el que, como suele suceder en ese tipo de espectáculos mediáticos, no sobreviven los más capaces o íntegros, sino los más ruidosos, controversiales y cuestionables.
Esta semana fue una muestra más de cómo los personajes con mayor desgaste ético y menor solvencia moral siguen siendo los protagonistas del “elenco” presidencial, mientras que otros, con mayor sentido de propósito público, optan por irse.
El caso de David Racero, por ejemplo, expresidente de la Cámara y uno de los rostros visibles del petrismo, que dejó ver toda su crudeza en los audios conocidos esta semana en los que promueve la contratación de una persona con condiciones laborales indignas, en abierta contradicción con los principios que dice defender su Gobierno. Su tono displicente y su forma de hablar del trabajo revelan una doble moral en su discurso y una desconexión total con las realidades que aquejan a millones de trabajadores informales en Colombia.
Por su parte, Ricardo Roa, presidente de Ecopetrol y figura central de múltiples controversias, aportó esta semana al menos dos más a su ya nutrida cosecha de escándalos: presuntas interceptaciones ilegales a empleados y miembros de la junta directiva de la petrolera. Ya era bastante inquietante su papel en la financiación de la campaña de Petro, asunto que aún genera sombras, como para ahora sumar al manejo de una de las empresas más estratégicas del país prácticas propias de un Estado policial.
Mientras esto ocurre, Armando Benedetti, con seis investigaciones activas en la Corte Suprema por corrupción —una de ellas ya en etapa de juicio—, se erige como el líder de la estrategia política de Petro. Si bien fue derrotado esta semana tanto en el Congreso como en las calles, su protagonismo da cuenta de que el proyecto de Petro cada vez está más anclado a personajes con más prontuario que compromiso.
Y para cerrar la semana, el turno en el ojo del huracán fue para la hoy canciller Laura Sarabia. Un tribunal abrió una investigación por un supuesto manoseo del expediente del caso del coronel Óscar Dávila. Los ojos de muchos se volcaron a Sarabia teniendo en cuenta que justo cuando la muerte de Dávila fue calificada un suicidio, el coronel era pieza clave en la investigación por presuntas chuzadas de la exniñera de la entonces jefa de gabinete de Petro.
Estos nombres no son excepciones, sino parte de un extraño patrón, nunca antes visto en la historia de Colombia ni de ninguna democracia que se respete: a todo alto funcionario que le aparece un escándalo en el Gobierno de Gustavo Petro es como si se ganara la lotería porque en vez de eliminarlo de la competencia por el contrario lo atornilla en el Gobierno.
Otros atornillados son el ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, que ha gestionado con cierta opacidad y mucho desdén una de las carteras más sensibles para los colombianos, mientras el sistema de salud se desangra. Esta semana aparecieron chats de un asesor suyo ofreciendo trabajar en el Gobierno a cambio de apoyo político y pedía a contratistas participar en movilizaciones del Gobierno.
También el ministro de Trabajo, Antonio Sanguino, a quien la Corte Suprema le reabrió la investigación por su supuesta participación en el cartel de la contratación del entonces alcalde Samuel Moreno. Sanguino era concejal y habría ‘mordido’ de los contratos de un hospital de Bogotá.
En contraste, ministros como Angela María Buitrago, Diego Guevara, Susana Muhamad, Juan David Correa y Luis Carlos Reyes, con posturas más moderadas y mejor reputación pública, han terminado eliminados del reality de Petro. Como si el criterio para quedarse fuera el escándalo, la lealtad ciega o el oportunismo.
Gustavo Petro ofreció un Gobierno de ruptura con la política tradicional, con las maquinarias y con las prácticas corruptas. Pero en lugar de desmantelarlas, parece haberlas consentido y reciclado con nuevos nombres y peores métodos. Si algo distingue a un reality es que su lógica no es la de la meritocracia ni la del servicio público, sino la del espectáculo, la polémica y el ruido. Y en ese sentido, Petro se ha quedado con lo peor del elenco.