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Un país con menos nacimientos puede ser más equilibrado, más humano. Pero hay que tomar decisiones hoy, no dentro de diez años, para que ese futuro funcione.
Colombia atraviesa una de las transformaciones más dramáticas de su historia reciente: la natalidad se desploma a un ritmo que supera incluso los pronósticos más pesimistas.
Entre 2020 y los datos preliminares de 2024 la natalidad se redujo en casi 30% en Colombia: de 629.402 al comienzo de la década a 445.001, el dato preliminar del año pasado: 184.391 nacimientos menos.
La tasa de fecundidad por mujer cayó a 1,1 hijos, muy por debajo del umbral de reemplazo poblacional (2,1), el mínimo necesario para mantener estable la población en el largo plazo.
Si la tendencia sigue o se agudiza por momentos cabe preguntarnos ¿será que la humanidad podría acabarse por decisión propia? Durante siglos, el ser humano ha temido desaparecer por guerras, pandemias o desastres naturales. Sin embargo, hoy emerge una posibilidad más silenciosa y, paradójicamente, más racional: la extinción voluntaria.
En buena parte del mundo desarrollado —y cada vez más en países como Colombia— las nuevas generaciones eligen no tener hijos. Algunos lo atribuyen al egoísmo o al hedonismo, otros consideran que es un asunto generacional y no pocos se lo atribuyen a la desconfianza en el futuro.
Para dimensionar la magnitud del cambio basta un dato: en Bogotá la tasa de fecundidad es de apenas 0,91, menor incluso que en Tokio (0,99), una ciudad célebre por su baja natalidad. Dos de cada tres seres humanos viven ya en países con tasas por debajo del nivel de reemplazo. Corea del Sur, Italia o China registran caídas abruptas; Chile también, con 1,03 en 2024. Colombia, por su parte, bajó a 1,6 en 2023.
El “pico” de la población mundial, es decir, el momento en que habrá más seres humanos vivos, se acerca, y luego el conteo empezará a retroceder.
La eventual reducción de la población traerá transformaciones profundas. La más conocida: menos trabajadores, por ende menos cotizantes, lo que pondrá en aprietos los sistemas de pensiones y salud. surgirán retos territoriales que van en contravía de cómo hemos pensado nuestra sociedad: las ciudades pequeñas podrían vaciarse y servicios como colegios –como ya se está viendo– o transporte masivo podrían quedar sobredimensionados.
No obstante, el cambio demográfico también puede ser una oportunidad. Japón lo demuestra: una población en declive no impide altos niveles de bienestar. La clave está en adaptarse, elevar la productividad y repensar los sistemas de educación y el reentrenamiento continuo de la fuerza laboral.
La población envejece, sí, pero las mejoras en salud y calidad de vida han hecho que los mayores de hoy tengan mejores condiciones para extender su bienestar y sus aportes. Según Goldman Sachs, el trabajador promedio en países desarrollados trabaja hoy cuatro años más que en 2000, y es más productivo: un adulto de 70 años en 2022 tenía la misma agilidad cognitiva que uno de 53 en 2000.
A veces no es que la gente no quiera tener hijos, sino que no puede. En Colombia, criar un hijo se ha convertido en un lujo. Los precios de la vivienda, los empleos inestables y la falta de tiempo hacen que la decisión de formar una familia parezca una apuesta arriesgada.
Y ni hablar de las mujeres: la carga del cuidado sigue cayendo sobre ellas, sin redes de apoyo ni servicios que faciliten compatibilizar la crianza con la vida laboral. Así, el proyecto de tener hijos se aplaza o se abandona.
Otros países ya enfrentaron este problema y han intentado contenerlo con políticas públicas inteligentes. Francia y Suecia, por ejemplo, han logrado moderar la caída de la natalidad gracias a licencias parentales equitativas, guarderías accesibles y sistemas de bienestar sólidos. No lograron revertir del todo la tendencia, pero sí demostraron que la decisión de tener hijos está estrechamente ligada a la confianza en el futuro.
Colombia, en cambio, va tarde. La transición demográfica avanza más rápido de lo que el Estado parece dispuesto a reconocer. Cada año nacen menos niños y aumenta la proporción de adultos mayores. Si no se adaptan el sistema de salud, el mercado laboral y las pensiones a esta nueva realidad, las tensiones serán inevitables.
Esto no quiere decir que haya que entrar en pánico. Que nazcan menos niños no es necesariamente una tragedia. Puede ser una oportunidad para vivir mejor, para invertir más en cada persona, para construir un país con más bienestar y menos carencias. Pero solo si nos preparamos desde ya.
El país no puede seguir planeando su futuro sobre la idea de que siempre habrá más jóvenes que sostengan el sistema. Esa época terminó. El reto no es convencer a la gente de tener más hijos, sino garantizar que quien decida hacerlo pueda hacerlo con dignidad, apoyo y esperanza.
Un país con menos nacimientos puede ser un país más equilibrado, más humano incluso. Pero hay que tomar decisiones hoy, no dentro de diez años, para que ese futuro funcione. Porque el deseo de traer hijos al mundo no nace sólo del instinto, sino de la convicción de que vale la pena hacerlo..