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Artesanos del Centro de Medellín que trabajan en la intemperie

Al doblar unas esquinas del Centro surge el espectáculo de trabajadores manuales de diferentes productos.

Al doblar unas esquinas del Centro surge el espectáculo de trabajadores manuales de diferentes productos.

  • Enrique Durango trabaja todos los días bajo el viaducto del metro, en Maturín con Carabobo. Hace figuras en madera. Por su parte, Jaime Ríos elabora bolsos de cuero en La Playa. FOTOS dONALDO zULUAGA
    Enrique Durango trabaja todos los días bajo el viaducto del metro, en Maturín con Carabobo. Hace figuras en madera. Por su parte, Jaime Ríos elabora bolsos de cuero en La Playa. FOTOS dONALDO zULUAGA
  • Artesanos del Centro de Medellín que trabajan en la intemperie
23 de abril de 2016
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En la avenida La Playa, esa donde, como en cualquier otra playa, se pueden ver mujeres tejiendo atrapasueños en tambora y ensartando chaquiras y semillas para fabricar aretes y collares, está Jaime Alberto Ríos sentado en una butaca de madera y recostado a una palmera cosiendo retazos de cuero para fabricar bolsos.

Cada mañana, arma su venta en la acera sur, entre El Palo y Girardot, extrayendo de dos cajas de cartón una decena de bolsos, algunas cosmetiqueras, la materia prima —retazos de cuero y de cambrel, una tela no tejida; una carreta de hilo terlenka café—, y la herramienta —un martillo tastás, un sacabocado, una aguja capotera roma, bisturí y una cinta métrica—. Voltea las cajas al revés para formar con ellas una suerte de mesa, sobre la cual tiende una tela blanca y monta allí la mercancía.

—A cómo los bolsos —le pregunta una mujer, tomando uno en sus manos, abriéndolo y mirándolo por todos lados.

—Cuarenta mil. Puro cuero —y ante la vacilación de la mujer, agrega—. En treinta y cinco se lo puedo dejar.

Al descargarlo, ella tumba varios artículos.

—¡Ay! ¡Le hice un daño!

Él la tranquiliza y organiza otra vez su puesto y ella se aleja sin comprarle.

Él cuenta que la calle es dura, sí, pero agradecida.

—A veces llego aquí sin una moneda y me consigo unos cincuenta o sesenta mil pesos en el día.

El agradecido es él. Lleva dos años recostado a esa palmera, que ya tiene la curva de su espalda. Antes, estuvo seis años a la salida del colegio militar Pedro Nel Ospina, dos cuadras arriba, y cuando su hermano Jorge dejó este lugar y la ciudad para irse con su familia a vivir a Aguadas, Jaime, claro, se trasladó al sitio actual, más concurrido, donde las ventas son mejores.

Jaime Alberto aprendió el oficio en Manizales. Por los tiempos de cambio de milenio, sue hermano fue a parar allá primero con la intención de montar un almacén. Le fue bien. Un día, Jaime siguió sus pasos y trabajó con él.

Al tiempo, el hermano se hizo a unas máquinas planas y fileteadoras. Para que no se quedaran quietas, nuestro personaje le dijo: “¿Por qué no te comprás unas telitas y hacemos bolsos”. Y, así, ensayando, hizo unos bolsos de tela.

En vista de que quedaban tantos recortes, Jaime pensó en comprar retazos de cuero y elaboró bolsos de trozos desiguales, montados uno por uno en retacitos de tela y cosidos con costuras visibles, como los que sigue haciendo en La Playa.

Después, su hermano volvió a Medellín y Jaime detrás. Y de haber tenido plata en Manizales, ambos llegaron a trabajar en las calles de Medellín.

Concentrado en su labor, apenas levanta la vista cuando un cliente lo saca de su abstracción. Su playa es playa de una quebrada invisible, la Santa Elena, que fluye subterránea. Su paisaje, el de una corriente de autos que mantiene crecida.

—A veces salen contratos buenos para Quibdó o para el extranjero, en especial para España y Estados Unidos. Allá valoran mucho las artesanías.

Durango tiene talento

Sentado con las piernas cruzadas en una acera del viaducto de la línea B del metro, en Carabobo con Maturín, y metido entre retazos de madera, Carlos Enrique Durango se dedica al arte country. Su cara larga, su chivera gris, su mirada turbia, se ven clavadas al suelo, atentas a los movimientos rítmicos de su caladora manual que maneja con su diestra.

Figuras: flores, huellas de perro, nubes, escudo del Deportivo Independiente Medellín... letreros: Julia, Jesús, Love.

Va calando las horas con el vaivén de su sierra y mientras cala, cuenta que nació en Urrao. “¿Conoce Urrao? ¿El del río Penderisco, el de las Fiestas del Cacique Toné? Allí cogía café y aprendí a arrear mulas, pero como a los siete años, yo me volé de la casa. La cosa estaba caliente y la guerrilla reclutaba muchachos para enrolarlos en sus filas, y yo más bien me volé”. Primero estuvo en Bogotá, “gamineando”. Cuenta, mientras arma una casita, encajando una pieza en la otra y, después, una banquita de parque.

“Pero en la calle, así como se sufre, se goza; como se pierde, se gana: aprendí croché, macramé, cerrajería, albañilería, fundición, arte country, a hacer velas de parafina. Les aprendí a los que lo hicieran en la calle. Me paraba así como usté está. Iba viendo. Cuando vine a Medellín, no me perdía Mercado de Sanalejo. Me paraba a ver trabajar a los artesanos, aunque de lejitos, porque si me veían mirándolos, paraban de trabajar”.

Durango también dicta clases, si le solicitan. La semana pasada, cuenta, “unas señoras de Manrique arriba”, lo llevaron al salón social del barrio y estuvo allí varias tardes, enseñándoles algunas artes.

“Hice hasta quinto de primaria. Con eso leo, escribo y hago cuentas. Ve ese cartoncito blanco. Esa no es letra mía. Esa es una lista que me dejó una señora. Dice solo animales: elefante, oso, perro, loro, tigre, caballo, gato, conejo... Quiere esas figuras en madera para decorar la pieza de un niño”. Todos los días le resulta qué hacer. Cuando no, él elabora objetos en tríplex o en hardboard —una cuchara es su destornillador— y los exhibe ahí, delante suyo para antojar a los transeúntes, incontables en ese cruce del Centro.

Y no pocos son los que se detienen a observar la laboriosidad de Durango. “El año pasado, dos personas arrimaron y me hicieron una encuesta. Me preguntaron de todo, con la promesa de que me llevarían a Colombia Tiene Talento. Y yo todo contento, ya me veía en ese programa esforzándome por hacer las figuras más pulidas del mundo. Pero nunca volvieron”.

Quienes más le compran son las mujeres. En especial, las artesanas que tienen su puesto de venta.

“Si me traen la muestra, mejor. Ahí sí es que hago lo que sea. Si no, tengo que recuirrir al ‘internet’”, sonríe mientras señala el “internet” dentro de su cabeza.

“Me traen lo que sea y yo lo hago. Me trajeron un carro a control remoto o con sistema eléctrico para que le hiciera la carrocería. Lo hice y quedó fierrudo. Pero el trabajo que más me ha satisfecho fue la iglesia de El Santuario. Usted la conoce, la que queda en todo el parque de ese pueblo. Es como medieval. La hice en madera. Con todos los detallitos: campanas en el campanario, palomas descansando en el alero. Fue un encargo. Cobré trescientos mil pesos”.

Su mejor temporada es la de diciembre, cuando lo ponen a hacer casitas, animalitos y ranchitos para pesebre...

“Cuando hay plata, compro un almuercito de seis mil pesos. Cuando no, la sopita. Vendo los letreros de nombres a cinco mil pesos. Pero si me dicen tres mil, no lo dejo ir”.

Son ocho años ya que Durango está recostado a esta columna del viaducto del metro. Está acostumbrado a las vibraciones del tren, cada que pasa de ida o de venida. Por eso, “una tarde cualquiera del año pasado, dije: esto no es normal. Las columnas bailaban. El viaducto bailaba. Y como yo sé que las obras de ingeniería las hacen encajando una pieza en la otra, como hago yo con mis obras de arte country, salí corriendo y no volví en mucho rato”. No era una tarde cualquiera. Ninguna tarde lo es, desde el momento en que el tiempo se mide: fue el 16 de abril de 2015, a las 6:25. A esa hora en la que no es día ya ni noche aún fue cuando vieron correr a Durango, huyendo de un sismo.

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