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Las ventas afuera del colegio: del yoyo a los audífonos

De los trompos y los mangos a las billeteras. Así han cambiado los gustos de los estudiantes.

  • 1. Norberto y su miscelánea en el Inem. 2. Rafa vendiendo salpicón frente al colegio Corazonista. 3. Orfilia entregando su combinado a estudiantes del Francisco Antonio Zea. FOTOS EDWIN BUSTAMANTE, JAIME PÉREZ
    1. Norberto y su miscelánea en el Inem. 2. Rafa vendiendo salpicón frente al colegio Corazonista. 3. Orfilia entregando su combinado a estudiantes del Francisco Antonio Zea. FOTOS EDWIN BUSTAMANTE, JAIME PÉREZ
  • Las ventas afuera del colegio: del yoyo a los audífonos
  • Las ventas afuera del colegio: del yoyo a los audífonos
31 de mayo de 2016
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N orberto Úsuga es vendedor desde 1993 y sabe por experiencia cómo han cambiado el comercio y los clientes a las afueras de los colegios.

Desde las 6:00 de la mañana llega al puente peatonal ubicado sobre la Avenida Las Vegas, a la altura de la Institución Educativa Inem José Félix de Restrepo, y extiende su puesto de ventas: una gran bolsa negra que sirve como exhibidor de sus productos.

Se pone su gorra militar y saca de su morral collares de Nacional y Medellín, anillos, pasamontañas y llaveros que organiza rápido con el fin de que los estudiantes que ingresan en la jornada de la mañana se antojen de algún juguete de los que tiene a disposición de su clientela.

“Cuando empecé aquí en esta misma zona, pero más abajito (señala un árbol de mangos, 10 metros más allá de la ubicación de su tienda actual) vendía cosas diferentes a lo de ahora, sobre todo yoyos y trompos que era lo que estaba de moda”, dice el comerciante de vía pública.

En este momento la tecnología también hace parte de sus productos y por ello ofrece audífonos de marcas reconocidas, láser y linternas, elementos que son testigos del cambio generacional, como él mismo lo reconoce apoyado en sus 22 años de labores.

Afiches de Black Sabbath, Guns and Roses y Megadeth acompañados de Maluma y Marilyn Monroe se exhiben en el “almacén” de Norberto, quien también espera que los chicos salgan a mediodía para vender algo, así sean unos chicles de broma o una sorpresa, que ofrece a 500 pesos.

“Esas gustan mucho, porque se pueden ganar cosas muy bacanas, desde un gorro de 10.000 pesos a una manilla de 1.500”, asegura el vendedor, quien ha luchado desde hace varios años por un permiso para su negocio, y a pesar de ser discapacitado visual, no lo ha recibido. Una discapacidad con la que no tiene problema para echarle un ojo a su trabajo.

Mientras habla conmigo se acercan algunos estudiantes a mirar en qué se gastan lo que les quedó del dinero que sus padres les dieron.

Entre estos jóvenes está Gustavo Gómez del grado once, quien con dos amigas se detiene un rato a “vitrinear”. Manifiesta que cuando estaba en la escuela y salía a comprar dulces y juguetes luego de estar en clase, las motitas eran sus predilectas.

“Antes no vendían cosas como audífonos o pasamontañas. Ahora veo que hasta venden piercings y anillos”, explica Gustavo mientras que Norberto nos muestra el llamado “moco verde”, un tipo de goma de broma parecida a la plastilina y cuenta que productos como estos no se veían antes.

Mientras los alumnos se alejan sin comprar nada, Norberto seguirá allí hasta las 4:00 de la tarde, a la espera de hacerse los 50.000 pesos que en un día normal puede ganarse vendiendo sus productos que están entre lo novedoso y lo clásico.

El mango biche de siempre

Ahora bien, a la entrada de escuelas y colegios de Medellín, y casi seguro, de toda Antioquia, siempre habrá una persona vendiendo mango.

Desde su presentación picada en vaso desechable hasta el que cortan en gajos y le ponen la sal en el centro, el biche sigue allí inamovible en el gusto de los estudiantes y profesores cuando terminan sus jornadas escolares.

Uno de aquellos tradicionales vendedores es Rafael Valencia, o Rafa como le llaman los alumnos del Colegio Corazonista, al suroccidente de la capital antioqueña.

Lleva allí 17 años de los 23 que tiene trabajando en la venta de frutas. Como todos inició solo con el mango, pero con el paso del tiempo y la exigencia del público, tuvo que aumentar sus productos: desde piña, guayaba y papaya hasta salpicón y cremas.

“Antes el mango era lo que más compraban. No necesitaba más. Pero después la gente comenzó a pedirme otras frutas y su combinación, o sea el salpicón”, cuenta Rafa mientras vende varios de estos a los transeúntes, ya que no solo los estudiantes y maestros le compran allí.

Tiene cinco clientes fijos, papás, que le adquieren a sus hijos la ración de fruta para toda la semana. Así en el recreo Rafa le lleva las frutas a los chicos o cuando salen las reclaman. Agrega que por los calores de estos días el salpicón es el rey (el que vende a 1.500, 2.000 y 3.000 pesos) y espera poder comprar, “con ayuda de Dios”, una pequeña nevera que le permita vender helados y cambiar las que tiene fabricadas en icopor. Su experiencia lo ha llevado a instituciones educativas como la Lola González y el Salazar y Herrera.

Tomó el puesto actual cuando uno de sus colegas le vendió el carro de frutas con el que trabaja ahora.

Sostiene que tanto niños como niñas le compran fruta por igual y que es la jornada de la tarde en la que más ventas hace, sobre todo porque los estudiantes hacen más deporte en ese horario.

¿Y cuándo están en vacaciones qué hace?

Rafa sigue allí trabajando por un tiempo, pero saca una semana de vacaciones forzadas mientras que inician las clases. “Hay que descansar”, dice el vendedor mientras le entrega a Guillermo Ospina, su ayudante, una bandeja con las raciones de fruta que son para varios estudiantes.

Una jornada de trabajo que inicia a las 8:30 a.m. y que va hasta las 6:30 p.m.

“Me va mejor trabajando aquí frente a la entrada. Vendí frutas dentro del colegio unos tres años, pero no me daba para pagar el arriendo del local. Tengo el permiso del municipio y la gente ya me conoce, así que seguiré aquí”, concluye Rafa.

¿Y las papitas fritas?

Unas cuadras más abajo de donde trabaja el vendedor de mangos está desde hace 12 años el puesto de papitas de Orfilia Rosa Valencia o más bien doña Marina, como la conocen los chicos que estudian en la Institución Educativa Francisco Antonio Zea.

Dice que una vez un niño le preguntó el nombre y ella no quiso decírselo, por ello ahora papás, estudiantes, profes y hasta el rector le llaman Marina.

“No se por qué me dicen así, tal vez tengo cara de llamarme Marina”, dice Orfilia mientras llena una bolsita de papas combinadas, criolla y capira en tajadas que cuesta 1.200 pesos.

Llegué a mediodía, la hora en que doña Marina tiene mayor “voleo”. Me explica que lo que más vende es el combinado que acaba de entregar a Emanuel Bedoya, un niño de séptimo que dice comprarle papas a Orfilia por lo menos dos veces a la semana.

Al costado de un árbol, en toda la esquina de la Calle 35 con Carrera 82, Marina ubica su carrito, ese con el que ha sacado adelante a sus cuatro hijos.

Noto que en un orificio de ese madero se encuentra una cruz para dar vigilancia religiosa a su puesto de trabajo como también al de sus otros colegas.

Una cruz desgastada con la que aprovecho para preguntarle cómo ha cambiado con los años su negocio. Ella expresa que antes solo vendía papas y que le fue agregando tajadas de plátano porque la gente le pedía.

“Antes vendía más, ahora las ventas son regulares”, dice mientras culpa al calor y al precio de la papa que subió por el fenómeno de El Niño.

Compra un bulto de capira para la semana y unos 50 kilos de criolla y plátanos. No compra más porque el calor daña su producto y pues “no estamos pa’desperdiciar”.

Y así, mientras los niños, papás y maestros compran juguetes, bromas, mango biche y papitas fritas, esas que nunca pasan de moda, los vendedores ven pasar las generaciones que antes compraban pistolas de fulminantes y ahora compran audífonos.

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