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Especial Medellín 350 años | Los que resistieron y no dejaron que la ciudad cayera

La guerra contra el narcotráfico dejó más de veinticinco mil víctimas entre 1980 y 2014 en Medellín. A pesar del asedio del Cartel y de los carros bomba, algunos lideraron la resistencia de una ciudad que se negó a morir.

  • El atentado en el parque San Antonio destruyó la escultura de Botero llamada “El Pájaro”. Fernando Botero declaró que dejaría los rezagos de la escultura como un “monumento a la imbecilidad y la criminalidad de Colombia”. Donó una segunda escultura, “El Pájaro de la Paz”, que se ubicó al costado de la original para simbolizar el contraste entre la violencia y la esperanza de paz. Foto: Humberto Arango Gómez “Jaimar”.
    El atentado en el parque San Antonio destruyó la escultura de Botero llamada “El Pájaro”. Fernando Botero declaró que dejaría los rezagos de la escultura como un “monumento a la imbecilidad y la criminalidad de Colombia”. Donó una segunda escultura, “El Pájaro de la Paz”, que se ubicó al costado de la original para simbolizar el contraste entre la violencia y la esperanza de paz. Foto: Humberto Arango Gómez “Jaimar”.
  • El procurador Carlos Mauro Hoyos Jiménez (1974. Foto: Hernando Vásquez “Hervásquez”), el magistrado Gustavo Zuluaga Serna (foto: Colprensa), y el comandante de la Policía Antioquia Valdemar Franklin Quintero (foto: Wilson Daza), asesinados por el Cartel de Medellín. Fueron hombres que “sabiendo que firmaban su propia sentencia de muerte, decidieron que había algo más importante que sus vidas: la dignidad de las instituciones que representaban”.
    El procurador Carlos Mauro Hoyos Jiménez (1974. Foto: Hernando Vásquez “Hervásquez”), el magistrado Gustavo Zuluaga Serna (foto: Colprensa), y el comandante de la Policía Antioquia Valdemar Franklin Quintero (foto: Wilson Daza), asesinados por el Cartel de Medellín. Fueron hombres que “sabiendo que firmaban su propia sentencia de muerte, decidieron que había algo más importante que sus vidas: la dignidad de las instituciones que representaban”.
01 de noviembre de 2025
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Hay décadas que se miden en años y otras que se miden en muertos. Los años que van desde finales de la década de 1970 hasta 1993 fueron un tiempo en que en Medellín hubo sobre todo sangre, miedo y fuerza para aguantarlo.

La historia de esta Bella Villa, marcada hasta entonces por la fiebre del oro y el impulso de las industrias emergentes, fue abruptamente reescrita por la irrupción violenta del narcotráfico, que explotó las profundas fracturas sociales de la ciudad.

Esta no es, sin embargo, la historia de los criminales que buscaron doblegarla. Glorificar a los verdugos sería traicionar la memoria de sus víctimas. Esta es la crónica de una ciudad que, en su hora más oscura, se vio obligada a mirarse al espejo y a encontrar en sus propias entrañas la fuerza para sobrevivir. Es la historia de cómo, en medio del estruendo, se levantaron voces valientes que se negaron a aceptar el silencio impuesto por el terror. Es el relato de una Medellín que sufrió hasta lo indecible, pero que, con una dignidad inquebrantable, resistió.

Lea aquí: EL COLOMBIANO en los 350 años de Medellín

Para entender la explosión, primero hay que entender la pólvora. En los años 70, Medellín era una paradoja. Su fama de Tacita de Plata y motor industrial de Colombia ocultaba una realidad social compleja. Un éxodo masivo, impulsado tanto por la búsqueda de oportunidades como por la violencia que ya se vivía en los campos, había hecho que la ciudad creciera de forma descontrolada. En las laderas, miles de familias construyeron con sus propias manos barrios enteros, y levantaron un cinturón de pobreza donde el Estado era poco más que un nombre lejano.

Mientras el milagro paisa de la industria textil empezaba a dar síntomas de agotamiento, dejando a miles de jóvenes sin un futuro claro, una nueva economía, subterránea y letal, comenzó a florecer. Primero fue la bonanza marimbera en la costa caribe, una especie de ensayo general que le quitó el estigma al dinero fácil y enseñó las rutas del negocio ilegal. Pero pronto, la marihuana fue reemplazada por un producto mucho más rentable y riesgoso: la cocaína.

La cocaína, a diferencia de la hierba, era un negocio de valor concentrado. Un solo cargamento podía valer una fortuna, lo cual hizo que la violencia dejara de ser una opción para convertirse en un requisito indispensable del negocio. Hombres audaces y sin escrúpulos, provenientes del contrabando, la delincuencia común o inclusive de negocios lícitos, vieron allí la oportunidad de sus vidas. Nombres como Pablo Escobar Gaviria, los hermanos Ochoa Vásquez, Gonzalo Rodríguez Gacha y Carlos Lehder, que hasta entonces eran actores menores en el hampa, decidieron unir fuerzas. Alrededor de 1976, sellaron una alianza estratégica que pasaría a la historia como el Cartel de Medellín.

En ese caldo de cultivo —una ciudad de oportunidades cerradas, con un Estado ausente en sus periferias y una generación de jóvenes sin nada que perder—, el narcotráfico encontró el terreno perfecto. No llegó como un invasor, sino como una alternativa perversa. Ofreció empleo a quienes no lo tenían, impuso su propia ley donde no había justicia y, a través de una calculada filantropía populista, construyó una base social que le brindó lealtad y protección.

El Cartel de Medellín no fue una empresa con una jerarquía rígida, sino una federación flexible de clanes que colaboraban para controlar toda la cadena del negocio: desde el procesamiento de la pasta de coca en laboratorios clandestinos en la selva hasta su distribución al por mayor en las calles de Miami y Nueva York.

Este nuevo poder criminal necesitaba demostrar su fuerza, y la oportunidad llegó de forma inesperada. En noviembre de 1981, la guerrilla del M-19 cometió un error de cálculo fatal: secuestró a Martha Nieves Ochoa, hermana de los miembros del clan Ochoa. Los capos convocaron una cumbre y tomaron una decisión fundacional: crear su propio ejército privado. Lo llamaron Muerte a Secuestradores (MAS). Un poder privado, financiado con el dinero de la cocaína, para impartir “justicia” y proveer “seguridad” a sus miembros. Con la creación del MAS, los narcotraficantes dejaron de ser solo delincuentes para convertirse en un actor armado con un proyecto político contrainsurgente; usurparon el monopolio de la violencia y sentaron las bases de la brutal guerra que estaba por venir.

El punto de quiebre llegó en 1984 con el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla en Bogotá. Fue la respuesta del Cartel de Medellín, liderado por Pablo Escobar, a un Estado que, por primera vez, se atrevía a desafiarlo con la amenaza de la extradición. A partir de ese momento, la violencia dejó de ser un ajuste de cuentas entre criminales para transformarse en una estrategia de terrorismo sistemático contra la sociedad.

Se instauró la ley de plata o plomo. A jueces, políticos, periodistas y policías se les ofrecía, a veces, la opción de elegir entre un soborno o la muerte; otras veces la elección estaba entre plomo o plomo.

La disyuntiva corrompió a unos y sentenció a otros, a la mayoría, y a todos en la ciudad los condenó al miedo. Medellín se convirtió en un campo de batalla. Los atentados, muchos con carros bomba, empezaron a ser parte del paisaje. Un homicidio ya no era noticia. Medellín era la ciudad más violenta del mundo.

En 1991, la ciudad alcanzó la aterradora cifra de más de 6800 homicidios, la tasa más alta del planeta. Ser joven en los barrios populares era casi una condena. El sicariato fue una macabra opción de “trabajo” para adolescentes que cambiaban su futuro por un par de tenis nuevos y una moto. La guerra no era solo contra el Estado; era una guerra de todos contra todos. El Cartel de Medellín se enfrentó al de Cali, y, a su vez, libró purgas internas y financió grupos paramilitares para combatir a la guerrilla. La ciudad quedó atrapada en un fuego cruzado que dejó, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica, más de veinticinco mil víctimas directas del conflicto armado entre 1980 y 2014.

Pero en medio de la penumbra, hubo hombres y mujeres que se negaron a apagar la luz. Funcionarios que, sabiendo que firmaban su propia sentencia de muerte, decidieron que había algo más importante que sus vidas: la dignidad de las instituciones que representaban. No aceptaron la plata y recibieron el plomo, pero su sacrificio fue el faro moral de una nación que se negaba a rendirse.

En 1983, cuando Pablo Escobar usaba su curul de congresista como escudo de impunidad, el magistrado Gustavo Zuluaga Serna hizo lo que nadie se había atrevido a hacer: desempolvó su prontuario criminal y pidió su detención, con lo cual logró que le quitaran la investidura. Escobar, acostumbrado a que todo tenía un precio, intentó sobornarlo personalmente. La respuesta del juez se convirtió en un emblema de la integridad: “Mi conciencia no tiene precio”. El 30 de octubre de 1986, sicarios lo acribillaron en su carro, mientras iba con su esposa embarazada. Los titulares de la época lo resumieron todo: “Magistrado murió por no vender su conciencia”.

El procurador Carlos Mauro Hoyos Jiménez (1974. Foto: Hernando Vásquez “Hervásquez”), el magistrado Gustavo Zuluaga Serna (foto: Colprensa), y el comandante de la Policía Antioquia Valdemar Franklin Quintero (foto: Wilson Daza), asesinados por el Cartel de Medellín. Fueron hombres que “sabiendo que firmaban su propia sentencia de muerte, decidieron que había algo más importante que sus vidas: la dignidad de las instituciones que representaban”.
El procurador Carlos Mauro Hoyos Jiménez (1974. Foto: Hernando Vásquez “Hervásquez”), el magistrado Gustavo Zuluaga Serna (foto: Colprensa), y el comandante de la Policía Antioquia Valdemar Franklin Quintero (foto: Wilson Daza), asesinados por el Cartel de Medellín. Fueron hombres que “sabiendo que firmaban su propia sentencia de muerte, decidieron que había algo más importante que sus vidas: la dignidad de las instituciones que representaban”.

Carlos Mauro Hoyos, nacido en Támesis y con una carrera en el servicio público que lo llevó desde ser concejal en El Retiro —donde se ganó el apelativo del papá de El Retiro— fue hasta diputado y contralor de Antioquia. Fue procurador general de la Nación, el primero en la historia del país en ser asesinado. Hoyos fue una de las voces más valientes contra la corrupción y el narcotráfico. Defensor de los derechos humanos y de la ética en lo público, su estrecha colaboración con agencias internacionales para combatir a los carteles lo puso en la mira de los criminales. El 25 de enero de 1988 fue secuestrado y asesinado en la vía al aeropuerto de Rionegro. Su magnicidio marcó el inicio de la fase más brutal del narcoterrorismo, una señal de que el Cartel no tendría reparos en eliminar a las más altas figuras del Estado. “Tenía 47 años. Era un hombre sereno de un metro 70, ojos claros y pelo amonado. Un hombre honesto y de convicciones: defendió los derechos humanos y atacó al narcotráfico. Se había convertido en un paño de lágrimas para todos los colombianos. Por eso, más que un funcionario era una conciencia. La conciencia nacional”, escribió El Tiempo el día después de su muerte.

Ahora, el coronel Valdemar Franklin Quintero —aunque no había nacido en estas montañas, era oriundo de Bucaramanga—, defendió a Antioquia como si fuera su propia tierra. En 1989, el año más sangriento de esa guerra, asumió el comando de la Policía de Antioquia. Fue el propio Cartel el que lo apodó el incorruptible. Lideró con valor la lucha contra el crimen y rechazó una y otra vez los intentos de soborno. Tras sobrevivir a un atentado con coche bomba que le costó la vida al entonces gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur, y del cual él era el verdadero objetivo, el coronel Quintero rechazó los refuerzos que le ofrecieron para su esquema de seguridad. “No quiero dejar más viudas y huérfanos en esta guerra”, dijo. Sabía que estaba sentenciado, pero prefirió enfrentar su destino solo. La mañana del 18 de agosto de 1989, el mismo día que Colombia lloraría el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán, los sicarios cumplieron su amenaza. El coronel fue acribillado mientras se dirigía a su comando.

La resistencia, sin embargo, no fue solo la de estos héroes institucionales. Fue la de toda una ciudad. Fue la resistencia de los periodistas, que siguieron publicando, la de los líderes cívicos y defensores de derechos humanos, que, a pesar de las amenazas, siguieron trabajando en los barrios. Fue la de los artistas, los músicos y los poetas, que usaron la cultura como un arma para defender la vida. Fue la de las madres que salían a marchar en silencio por sus hijos desaparecidos. Cada ciudadano que se atrevió a salir a la calle, a ir a trabajar, a abrir su negocio, a estudiar, a vivir tuvo un acto de resistencia.

La cacería contra Pablo Escobar, liderada por un cuerpo de élite del Estado y acosada por sus propios enemigos, terminó el 2 de diciembre de 1993 en un tejado de Medellín. Con su muerte, se cerró el capítulo más sangriento de la historia de la ciudad. Pero el fin del capo no fue el fin de la violencia ni borró las profundas heridas que dejó.

La historia de Medellín, en sus 350 años, no puede obviar estar herida. Pero debe contarla no como la crónica del triunfo de los criminales, sino como la epopeya de una sociedad que, al borde del abismo, eligió la vida. Sufrimos, sí. Pero resistimos.

  • Especial Medellín 350 años | Los que resistieron y no dejaron que la ciudad cayera
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