Amor rebelde, de Alejandro Bernal

Una nueva vida en un obtuso país

Oswaldo Osorio

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El amor siempre está poniendo pruebas, pero unas son las de tiempos de guerra y otras las de tiempos de paz. A Cristian y Yimarly, una pareja de desmovilizados de las FARC, le ha tocado vivir y superar las unas y las otras. Esta película da cuenta de ello, y lo hace con cierto sentido dramático, como deberían contarse la mayoría de las historias de amor.

Este documental llega a sumarse a muchos otros que se han hecho sobre el conflicto y el posconflicto en Colombia y que no habrían sido posibles de no ser por la firma del acuerdo de paz con las FARC en noviembre de 2016: La mujer de los siete nombres (Daniela Castro y Nicolás Ordóñez, 2018), La niebla de la paz (Joel Stangle, 2020) y Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), son solo algunas y por solo mencionar los más elocuentes; estos son documentales que, junto con el de Bernal, hacen evidente la inhumanidad del conflicto colombiano, las esperanzas depositadas en la desmovilización y las dificultades de una paz que han querido hacer trizas.

Porque cuando películas como estas revelan el contraste entre la paz y la guerra en unas zonas y unas personas que antes no habían conocido otra cosa distinta al conflicto, resulta mucho más absurdo e indignante que haya quienes estén en contra de los diálogos, que no son solo los políticos de derecha, sino todos esos ciudadanos, la mayoría citadinos que nunca tuvieron contacto con la guerra, que votaron en contra del tratado en ese infausto referendo.

Entonces, ver vidas reconstruidas como las de esta pareja, dan una esperanza de que las condiciones de este país pueden mejorar. Porque ese viaje que hacen ellos y su relación durante este relato, no es otra cosa que la materialización de una oportunidad que antes no tenían y que se las dio el tratado. De ahí que lo que más sorprende de este documental es su capacidad para retratar, en cuatro años que duró su rodaje, la transformación de Cristian y Yimarly. Ambos, peros sobre todo ella, empezaron siendo unos jóvenes vivaces e ingenuos en relación con ese mundo exterior (el de la paz), pasaron por el entusiasmo del nuevo hogar y de llevar su relación con mayor libertad, hasta terminar como una pareja de adultos conformando una familia y asumiendo nuevas responsabilidades.

Con algunos gestos propios del periodismo, en especial en las entrevistas iniciales en el campamento guerrillero, pero luego con la tozudez y paciencia que requiere todo documental que busca dar cuenta de un complejo proceso y de una historia de largo aliento, su director construye su relato jugando con la administración de la información y con los puntos de vista para enfatizar esos picos dramáticos connaturales a toda historia de amor y a este difícil camino de la reinserción a la sociedad civil.

La guerra, la paz, el amor y el país en que vivimos. Se me ocurren pocos conjuntos de temas tan atractivos como estos para que al público nacional le interese una película. Aun así, sabemos que hay muchos colombianos a los que no les interesa el cine nacional, y menos el documental, eso lo puedo entender, pero que tampoco les interese la paz del país, eso sigue desafiando mi razón y cualquier tipo de humanismo.

Amigo de nadie, de Luis Alberto Restrepo

Historia de dos ciudades

Oswaldo Osorio

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Aunque casi todas las películas sobre Medellín tienen que ver con la violencia, aun así es un tópico del que todavía falta mucho por decir, porque esa veintena de títulos que lo abordan todavía resultan insuficientes para dar cuenta de un tema tan complejo e intenso, y más cuando se trata de una revisión del pasado. Esta película habla de eso, la violencia de Medellín en el pasado, y lo hace de manera directa y honesta, revelando todo un complejo contexto a partir de un caso particular.

Basada en el libro Para matar a un amigo (2012), escrito por Juan José Gaviria y Simón Ospina, la película relata la historia de Julián Vidal, un joven de una privilegiada familia con un grupo de amigos de su misma clase. Ese es el caso particular, mientras que el contexto es la gran fractura social que vivió esta ciudad entre finales de los años ochenta y principios de los noventa por cuenta de la irrupción del narcotráfico y la consecuente violencia y descomposición social.

Es el momento cuando se entrecruzan las dos ciudades y las dos mentalidades prevalecientes en ellas, esto es, por un lado, la ciudad privilegiada, conservadora en sus valores y confiada de su supremacía y pujanza; y por el otro, la ciudad marginal, violenta y caerente de oportunidades que descubre el tentador camino del dinero fácil. Ya Sumas y restas (Víctor Gaviria, 2005) había mostrado esta situación, pero directamente desde el narcotráfico y más dando cuenta de cómo una ciudad permeó a la otra.

En la película de Restrepo, en cambio, si bien está presente dicha mezcla, hay mucho más énfasis en el choque entre las dos ciudades, pero un choque también representado de forma compleja y hasta ambigua por la figura del protagonista, quien parece llevar las dos ciudades dentro de sí, pues tiene ese convencimiento de ser mejor que otros y pertenecer a una “raza” de emprendedores colonizadores y ahora poderosos industriales, pero también un asesino despojado de toda moral o remordimiento.

Aunque es él y sus asesinatos el hilo conductor del relato, en últimas puede verse solo como un asunto anecdótico, pues la verdadera fuerza y las connotaciones que deben ser leídas en la película están en ese universo en descomposición y lleno de zozobra que sabe construir el director, el cual también ya había sido trazado de forma parecida en Apocalíspur (Javier Mejía, 2006). Es la trágica transformación de una sociedad, que en este filme puede verse de muchas maneras: los diferentes destinos del grupo de amigos, la normalización de las muertes violentas, el estupendo arco dramático que experimenta la madre, la aparición en escena de la mafia y, claro, esas contradicciones encarnadas por su protagonista.

Tal vez lo único que no funciona bien en la película es que el espectador se enfrenta a una contradicción, y es que, si bien siempre está en presencia del protagonista siguiendo sus acciones, lo cual suele producir identificación o que se le tome simpatía, el problema es que esto no parece ser posible con este personaje, quien pocas cualidades o gestos tiene para crear esa conexión del público con él. La consecuencia de esto puede ser un distanciamiento del espectador frente a ese personaje central y, por consiguiente, al relato mismo. Es por eso que el mayor atractivo de cara al espectador, se sitúa en la trama de contexto, en esa transformación y choque de la ciudad antes referidos. Si solo se enfoca la atención en lo que hace Julián, se le podría perder el interés al relato y parecer una historia reiterativa.

De otro lado, es una película con la factura y la eficacia narrativa propias de un director que ya había demostrado su buen oficio con La primera noche (2004) y La pasión de Gabriel (2008), otros dos títulos que también revelaron el espíritu e implicaciones de la violencia en el país y que, como en esta nueva obra, contribuye a reflexionar sobre esa violencia y crear memoria, la cual sirve para prevenir que ciertas cosas no vuelvan a suceder.

Monos, de Alejandro landes

La animalidad de la guerra

Oswaldo Osorio

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La guerra en el cine colombiano ya ha sido narrada muchas veces, casi siempre apelando al realismo y desde el punto de vista de las víctimas. Incluso temas como el reclutamiento a menores, el secuestro y las dinámicas en las jerarquías y relaciones al interior de los grupos armados también  han sido temas tocados en diferentes producciones. No obstante, aunque esta película de Alejandro Landes tiene un poco de todo eso, marca claras diferencias con sus antecesoras en el acercamiento que propone.

La primera gran diferencia es el tono en que está planteada la historia y la naturaleza de sus personajes. Son imágenes realistas pero al servicio de la metáfora y el simbolismo. Ese escuadrón de adolescentes alineados en la dureza y la crueldad del conflicto  y comandados por un inquietante hombrecillo de apariencia contradictoria, se conducen en un universo no realista que solo puede leerse como una estilización que busca conferirle un sentido épico y estético a ese contexto muchas veces trivializado por el cine, la televisión y los noticieros.

La misión de estos jóvenes guerreros es cuidar a una ingeniera estadounidense secuestrada y mantenerse cohesionados fieles a las reglas de la organización y a las líneas de mando. Pero a fin de cuentas son adolescentes y seres humanos volubles y vulnerables. Entonces, bajo tal condición y en ese contexto de tensionante violencia, el relato toma una dirección que hace recordar a El señor de las moscas. El descontrol, la pérdida del sentido primario de la misión y el surgimiento de facciones, desconfianzas y violencias al interior del grupo se toma el relato.

Consecuentemente, la progresión dramática de la narración se dispara a niveles de locura y delirio. Todo esto carburado por el contrapunto entre el realismo y esa suerte de épica alegórica, lo cual genera una turbadora contradicción producida por estar ante una retorcida fábula que, al mismo tiempo, hace alusión directa a los horrores de la guerra que padeció el país hasta hace poco y de la que aún quedan desventurados remanentes.

El arte cuando más miente y más exagera puede ser más efectivo y contundente para comunicar lo que quiere, y en esta película ese componente épico y delirante exacerba la realidad que está contando: la selva es más espesa y amenazante, la violencia más enfática y las suspicacias y traiciones más temibles. Entonces la animalidad y el salvajismo se apoderan de esta manada de jóvenes, lo cual ya es sugerido desde su mismo título.

Toda esta exacerbación está acompañada por una factura de gran nivel y una estética igualmente épica y grandilocuente que crea el contexto visual ideal a lo que, sin duda, es lo más llamativo y agresivo de toda la propuesta: los personajes, sus relaciones entre sí y las interpretaciones. Tampoco hay realismo en este aspecto, lo que hay son excesos y manierismos, pero que en ningún momento se distancian de la premisa de reflejar y comentar los horrores de la guerra. Es un juego de la ficción al que el espectador debe entrar so pena de terminar desaprobando la película por hacer una lectura a partir de parámetros distintos, como el realismo o las dinámicas y acontecimientos exactos del conflicto colombiano.

Porque la premisa formal y narrativa no da para sutilezas o trazos miméticos, todo lo contrario, se trata de picos dramáticos y actorales fuertes, figuras estilizadas con grandes brillos y colores, peripecias enfáticas que rizan el rizo de la trama, y todo en función de hablar de la guerra, sus efectos deshumanizantes y perniciosas consecuencias. Ya otros se ocuparán de la filigrana y el realismo, el cine da para todo.