Monos, de Alejandro landes

La animalidad de la guerra

Oswaldo Osorio

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La guerra en el cine colombiano ya ha sido narrada muchas veces, casi siempre apelando al realismo y desde el punto de vista de las víctimas. Incluso temas como el reclutamiento a menores, el secuestro y las dinámicas en las jerarquías y relaciones al interior de los grupos armados también  han sido temas tocados en diferentes producciones. No obstante, aunque esta película de Alejandro Landes tiene un poco de todo eso, marca claras diferencias con sus antecesoras en el acercamiento que propone.

La primera gran diferencia es el tono en que está planteada la historia y la naturaleza de sus personajes. Son imágenes realistas pero al servicio de la metáfora y el simbolismo. Ese escuadrón de adolescentes alineados en la dureza y la crueldad del conflicto  y comandados por un inquietante hombrecillo de apariencia contradictoria, se conducen en un universo no realista que solo puede leerse como una estilización que busca conferirle un sentido épico y estético a ese contexto muchas veces trivializado por el cine, la televisión y los noticieros.

La misión de estos jóvenes guerreros es cuidar a una ingeniera estadounidense secuestrada y mantenerse cohesionados fieles a las reglas de la organización y a las líneas de mando. Pero a fin de cuentas son adolescentes y seres humanos volubles y vulnerables. Entonces, bajo tal condición y en ese contexto de tensionante violencia, el relato toma una dirección que hace recordar a El señor de las moscas. El descontrol, la pérdida del sentido primario de la misión y el surgimiento de facciones, desconfianzas y violencias al interior del grupo se toma el relato.

Consecuentemente, la progresión dramática de la narración se dispara a niveles de locura y delirio. Todo esto carburado por el contrapunto entre el realismo y esa suerte de épica alegórica, lo cual genera una turbadora contradicción producida por estar ante una retorcida fábula que, al mismo tiempo, hace alusión directa a los horrores de la guerra que padeció el país hasta hace poco y de la que aún quedan desventurados remanentes.

El arte cuando más miente y más exagera puede ser más efectivo y contundente para comunicar lo que quiere, y en esta película ese componente épico y delirante exacerba la realidad que está contando: la selva es más espesa y amenazante, la violencia más enfática y las suspicacias y traiciones más temibles. Entonces la animalidad y el salvajismo se apoderan de esta manada de jóvenes, lo cual ya es sugerido desde su mismo título.

Toda esta exacerbación está acompañada por una factura de gran nivel y una estética igualmente épica y grandilocuente que crea el contexto visual ideal a lo que, sin duda, es lo más llamativo y agresivo de toda la propuesta: los personajes, sus relaciones entre sí y las interpretaciones. Tampoco hay realismo en este aspecto, lo que hay son excesos y manierismos, pero que en ningún momento se distancian de la premisa de reflejar y comentar los horrores de la guerra. Es un juego de la ficción al que el espectador debe entrar so pena de terminar desaprobando la película por hacer una lectura a partir de parámetros distintos, como el realismo o las dinámicas y acontecimientos exactos del conflicto colombiano.

Porque la premisa formal y narrativa no da para sutilezas o trazos miméticos, todo lo contrario, se trata de picos dramáticos y actorales fuertes, figuras estilizadas con grandes brillos y colores, peripecias enfáticas que rizan el rizo de la trama, y todo en función de hablar de la guerra, sus efectos deshumanizantes y perniciosas consecuencias. Ya otros se ocuparán de la filigrana y el realismo, el cine da para todo.

 

Porfirio, de Alejandro Landes

La vida desde una silla de ruedas

Por: Oswaldo Osorio


El cine siempre ha sido dominado por historias que permiten la evasión de la realidad y por narrativas con estructuras definidas, puntos de giro, y conflictos concretos. Sin embargo, buena parte del cine de los últimos años (no el de Hollywood, por supuesto) ha tomado una dirección casi opuesta: habla no solo de la realidad, sino de la cotidianidad, tiene estructuras narrativas difusas, puntos de giro desvanecidos por un manejo del tiempo que es más como el de la vida que como el del cine, y con conflictos aparentemente ordinarios o minúsculos.

Porfirio tiene estas características. Su vocación por retratar la cotidianidad de un hombre en silla de ruedas raya con el documental. De hecho, Porfirio es Porfirio y el drama que vemos en la pantalla es su vida misma. No obstante, todo en esta cinta es evidente que está planificado en cada detalle. Empezando por la fotografía, tanto los cuidados encuadres como el uso de la luz, porque con los unos y la otra se logra una estilización que da cierta belleza a lo que podría verse como fealdad y marginalidad.

Ese relato quedo y la mirada contemplativa pincelan de a poco y con paciencia el retrato de Porfirio y su cotidianidad arrinconada en su limitación. De esta forma, logra adentrarnos a la normalidad de una vida que casi nada tiene de normal. Las rutinas van construyendo con solidez a un personaje con una vida de desencanto y contrariedad, mientras los detalles (como saber cuántos canales tiene una teja, por ejemplo) dan cuenta de los matices de esa rutina.

Es cierto que puede ser una película difícil de ver, que la carga de lo que parece más un documental le pese a quienes estén pensando en una historia y un relato convencionales, pero todos esos tiempos muertos, esas acciones cotidianas (desde bañarse o defecar hasta tener sexo) y esa aparente falta de conflicto, es lo que le permite al espectador entender a este personaje en la callada desesperación de su condición. Solo así ese final inesperado cobra su real significado y con la fuerza requerida.

Si durante casi todo el metraje nos acosa una suerte de malestar e incomodidad por la intromisión en la intimidad de Porfirio, al final, ya más cómodos con la cercanía a la que nos ha obligado el relato, su historia se transforma bajo las connotaciones ideológicas y sociales de su condición y de lo que él quiso hacer para solucionarla.

En esta cinta vemos el documental moldeado por la ficción, pero una ficción que obedece a los tiempos y la mirada del documental, aunque lo desobedece cuando nos ofrece una representación estilizada y un relato parsimonioso que se soluciona magistralmente con una canción final, una canción que obliga al espectador, mientras la escucha, a devolverse y redefinir esa historia que le acaban de contar y ese personaje que acaba de conocer.