Aquí, de Robert Zemeckis

Mil planos en un encuadre

Oswaldo Osorio

Nunca he perdido la fe en Robert Zemeckis. Es uno de esos pocos directores de Hollywood de los que se puede decir que no tiene película mala, eso sí, teniendo en cuenta que muchas de ellas deben ser juzgadas con los parámetros del cine de entretenimiento. Aun así, muchos de sus trabajos han sabido situarse en ese difícil punto de equilibrio entre el cine comercial y aquel con valores cinematográficos (Volver al futuro, Forrest Gump, Contacto, Náufrago); pero, sobre todo, es un director (también como guionista y productor) que se ha arriesgado a expandir las posibilidades expresivas del cine experimentando, sobre todo, con la tecnología (¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Forrest Gump, The Polar Express, Beowulf).

Aquí (Here, 2024) también cuenta con ese equilibrio entre lo comercial y lo artístico, así como con el riesgo de crear un relato cinematográfico que parte de una radical premisa narrativa y expresiva. Y digo cinematográfico porque tal premisa ya venía desde el cómic de Richard McGuire en el que se basa, el cual fue publicado como historieta de seis páginas en 1989 (de la que se hizo un corto en video en 1991) y luego como novela gráfica en 2014.

Tanto cómic como película son narrados desde un único encuadre que mira la sala de una casa y lo que se puede ver a través de la ventana. Aunque es un único espacio, el tiempo sí cambia constantemente, porque las historias que nos cuenta vienen desde que aquel lugar era habitado por los nativos americanos hasta la actualidad, por eso dicho espacio solo cambia significativamente cuando aún la casa no ha sido construida, por lo que el encuadre desaparece, pero no el punto de vista. Es como si una cámara hubiera estado apostada en el mismo lugar durante siglos. De ahí que uno extrañe de la adaptación de Zemeckis que no haya llevado el relato también hacia el futuro, como sí lo hace el original.

La película copia la superposición de viñetas propuestas por el cómic, un recurso que sirve para saltar de una época a otra o de una familia a otra de las seis que componen todo el relato. La gran diferencia es, por supuesto, el movimiento, que en la película logra un dinamismo fascinante, cargado de asociaciones, de tiempos simultáneos y discontinuos, y de transformación del espacio por vía de la puesta en escena, de la luz y de los personajes. Ese encuadre único se ve permanentemente enriquecido por un cinetismo desbordante y por una multiplicidad de planos diferenciados por su tamaño, ubicación y temporalidad.

Hasta aquí el riesgo formal, jugueteo narrativo y búsqueda expresiva, porque al hablar de su contenido el entusiasmo disminuye un poco. Son cuatro familias las que ocupan la casa, una quinta que vive al frente y otra más que vivió en ese territorio. La historia de la familia nativa americana está apenas esbozada desde su inicio hasta su final; igual la del hijo de Benjamin Franklin a finales del siglo XVIII; la familia del aviador aficionado, que ocupó la casa por primera vez a principio del siglo XX, da cuenta de un corto periodo; igual ocurre con el inventor y su pareja en los años cuarenta; pero es la familia Young, que compra la casa después de la Segunda Guerra, en la que más se centra el relato; para, finalmente, mostrarnos solo unos episodios de una familia afroamericana a la que le toca la pandemia del 2020.

Con toda su heterogeneidad de tiempos, circunstancias y personajes, la película apunta a una reflexión de fondo sobre el hogar, que es a través de la familia y de la casa la forma ideal de ser representado o materializado. El hogar está donde están los afectos y estos suelen coincidir en la misma casa. Así mismo, las diferencias generacionales y la memoria cruzan todo el relato. Aunque se echa de menos que el contexto social y político se hubiera dejado tan al margen de la historia, pues solo algunos grandes acontecimientos, apenas mencionados, sirven para referenciar el tiempo calendario, sin que afecten dramáticamente mucho a los protagonistas. En realidad, la temporalidad debe ser deducida a partir de los elementos de la puesta en escena (en especial el vestuario, los electrodomésticos, los carros y los enseres) y, en menor medida, por la música.

Tal vez lo que menos sorprende es ese relato central, el de la familia Young, de la que presenciamos su historia de seis décadas y tres generaciones. Resulta más bien obvia y cargada de lugares comunes, aunque no se puede negar que, dentro de su convencionalismo, la narración sabe manejar muy bien los ritmos de acción, humor y emoción. Y claro, está ese guiño adicional de ver a los dos actores de Forrest Gump (Tom Hanks y Robin Wright) juntos de nuevo y rejuvenecidos con esa técnica digital que dada vez se afina más, aunque aún dista de ser perfecta.

El caso es que, si bien con sus temas y anécdotas no es que esta película presente nada nuevo ni muy elaborado o profundo, definitivamente su propuesta estética y narrativa, heredada del cómic y potenciada por el dinamismo del cine, resulta siendo un deleite para los sentidos y muy estimulante y sorprendente como relato, el cual es envolvente, ingenioso y exigente con la atención y el juego de asociaciones.

Ya no estoy aquí, de Fernando Frías

Terkos Kolombianos

Oswaldo Osorio

terkos

La cumbia, en las últimas décadas, pasó de ser un ritmo folclórico colombiano a un movimiento cultural en algunas zonas populares y marginales de muchas ciudades latinoamericanas, desde México hasta Argentina. En la base de esta película, que se acaba de estrenar en Netflix, está el espíritu de dicho movimiento, con todo lo que ello implica en términos musicales, sociales, de identidad y como fenómeno urbano.

Ulises vive en Monterrey y es el joven líder de una de las pandillas, los Terkos, que componen este movimiento contracultural que en Monterrey llamaron Kolombia. Pero los Terkos no son los Warriors de Walter Hill (1979), aquella icónica película de violentas pandillas en Nueva York, son más bien una cofradía de amigos y amigas de barrio a quienes los une el gusto por la cumbia y cifran su identidad en su baile, indumentaria y cortes de cabello.

Este Ulises mexicano protagoniza su odisea personal en esta historia por cuenta de esas otras pandillas que sí son violentas, aquellas que están instaladas en los barrios marginales de casi toda América Latina imponiendo su ley, definiendo límites y traficando con droga. Por eso, lo que empieza siendo un pintoresco relato sobre una tribu urbana, termina siéndolo sobre el exilio.

Ya estando en Nueva York, puede malvivir y sobrevivir aferrado a esa identidad de kolombiano, definida por su pasión por una música apropiada del Caribe colombiano, con su tempo modificado y hasta mezclada (o confundida) con vallenato; también por un baile que se antoja como una armónica combinación entre cumbia y ritos amerindios alrededor del fuego; y una apariencia que parece heredar la indumentaria estrafalaria del pachuco y los tocados de plumas aztecas.

La precariedad, la soledad y las incesantes dificultades definen a este héroe cuambiambero, quien al regreso a su Ítaca, no tiene la suerte del héroe de Homero y ni reino encuentra siquiera. La épica heroica griega es aquí transformada por la dramática descomposición social que está viviendo México en los últimos años, donde los individuos son insignificantes, víctimas sin justicia o soldados de usar y tirar para las mafias.

Sin exhibir un especial virtuosismo narrativo o visual, esta película plantea claramente su estructura en tres actos que bien se podrían llamar: los Terkos, el exilio y el regreso. Es un arco dramático bien definido y elocuente en relación con asuntos como la violencia, la marginalidad, los inmigrantes en Estados Unidos y, sobre todo, ese estado de indefensión de los jóvenes de las barriadas que echan mano de cualquier cosa que los ayude a definirse y a encontrar iguales que los libre del desamparo social y familiar.

Publicado el 8 de junio de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.