Felipe Tapasco señala la tierra que bordea el río Cauca y la pisotea con rabia, mientras dice: “mi hermano está aquí, está aquí. Yo sé que está aquí porque él siempre trabajaba acá y yo en la otra bocamina, yo sé que está aquí, caramba”.
Lo dice con rudeza, sin llanto. Felipe, de 32 años, moreno, de piel aporreada por el sol, sombrero y botas, fue uno de los sobrevivientes de la tragedia que desde el miércoles golpea a familias mineras del departamento de Caldas. Su hermano, Wilson Enrique Tapasco, es uno de los 15 mineros desaparecidos.
Le pregunto cómo hizo para salvarse o si fue que no estaba el miércoles y dice que sí trabajó, que se salvó fue de “chiripa”. Y empieza un relato pausado, sin lágrimas, con la agudeza de quien le hizo un gol a la muerte: “Todo pasó muy rápido. A mí me tocó dejar a mis compañeros ahí, se me quedaron en la puerta del socavón. La energía se fue y nos quedamos sin oxígeno. Nos quedamos sin visibilidad. Yo estaba de la boca de la mina a unos 100 metros. Apenas se fue la luz salí a correr, corría y corría. Cuando llegué a la bocamina comencé a subir por una especie de escalera. Lo difícil es que éramos más de 20 tratando de salir y yo ya me sentía sin aire. Muy verraco. Yo venía entonces subiendo con un compañero y él se quedó sin aire y se zafó y cayó”. Hace una pausa y sigue con su relato sin mirarme a los ojos. No, no me mira, está concentrado mirando al río Cauca.
Y sigue: “Mi amigo cae y yo venía mareado, es que al llenarse la mina de agua se expande un gas y ese gas es mortal, ese gas mata, no da tiempo de nada. Yo empecé a inhalar eso y me sentía mal, estaba casi muerto. Me faltaban dos metros para salir y ya no tenía fuerza hasta que vi un lazo y de ahí me amarré y me sacaron, pero el compañero que venía conmigo no lo logró, se quedó”.
Los hermanos Tapasco trabajaban en la misma mina, pero generalmente no se veían porque los mandaban para bocaminas distintas. Por eso Felipe sabe con certeza, el lugar exacto en el que puede estar su hermano, su trabajo se lo sabe de memoria, la rutina era exacta. Recuerda que la última vez que habló con él fue el sábado que se vieron. No fue más.
La operación de rescate
El lugar de la tragedia, en la vereda El Playón del municipio de Riosucio, parece un sitio de peregrinación. Los mineros de todo Caldas llegan a manera de procesión, a hacer guardia, a esperar un milagro, a reclamar por los cuerpos de sus amigos. Instalaron carpas, hay ollas de sancocho a fuego lento en el que sirven almuerzo. El Ejército tiene acordonada la zona y la vía está a un solo carril.
La pregunta que se hacen es por qué dos días después de la tragedia, no han sacado los cuerpos de los mineros. Protestan. El desespero de todos ha llegado al punto de ofrecerse como voluntarios y vestirse como buzos y bajar a buscar los cuerpos. Protestan. Se quejan y gritan desesperados que quieren el rescate inmediato de los cuerpos. No más espera.
Carlos Iván Márquez, director de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo, está al frente de la operación y tiene las respuestas para los angustiados mineros. “Tenemos 18 motobombas instaladas, hay 80 personas del sistema nacional trabajando para sacar a los mineros. Hoy (ayer) trabajamos todo el día en una conexión eléctrica con unos generadores que fueron traídos de Manizales. Las familias están inquietas porque están insistiendo en que con buzos se pueden sacar los cuerpos y nos ha tocado explicarles que eso no es posible, ya que ellos sacan oro a veces con mascarilla y quieren que hagamos eso mismo y no se puede”.
En medio de la algarabía, del tumulto, de esta peregrinación improvisada y lastimera, aparece doña María Arango, con los ojos rojos de llorar. Se presenta y dice: “mi hijo se llama Rubén Darío Ruiz Arango. Es uno de los mineros atrapados”. Se desmorona y llora. Un llanto contagioso. “Le cuento, yo soy de Abejorral, Antioquia, pero mi hijo vivía aquí con la esposa y sus dos hijos. La última vez que hablamos fue antenoche. Dijo que me quería” y otra vez se derrumba en los hombros de su pequeño nieto Alexander Ruiz, quien la acompaña desde el miércoles y quien también llora. “Para mí esto es un dolor muy duro. No me voy a ir hasta que no lo vea, no me voy”, dice el pequeño y su abuela, doña María en coro también agrega: “sí, no nos vamos a ir de aquí hasta que no vea a mi hijo, no me muevo”.
Mientras tanto, Felipe Tapasco confiesa que en los seis meses que estuvo en esta mina, siempre tuvo miedo. “Yo siempre estaba con miedo, no trabajé un solo día sin miedo. Lo que hacía era encomendarme a la Virgen y al Espíritu Santo y a mis abuelos, yo digo que fueron ellos los que me salvaron”. Y el hombre fuerte que me encontré al principio, el que pisoteaba la tierra, el mismo que nunca me miró a los ojos, se atacó en llanto y no habló más.