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Viaje a la Sierra Nevada: encanto y guerra sin control

Una de las joyas naturales de Colombia vive una constante guerra de bandas posparamilitares y posFarc que arrincona a miles de personas. Crónica de un confinamiento silencioso.

  • En la cierra nevada cientos viven entre la admiración a excomandantes paramilitares y el miedo a una guerra silenciosa por los réditos de las turas de la cocaína. Fotografía: Manuel Saldarriaga
    En la cierra nevada cientos viven entre la admiración a excomandantes paramilitares y el miedo a una guerra silenciosa por los réditos de las turas de la cocaína. Fotografía: Manuel Saldarriaga
22 de noviembre de 2022
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La Sierra Nevada de Santa Marta es el corazón del mundo, lo dicen los pueblos indígenas Kogui, Arhuaco, Wiwa y Kankuamo que la han habitado siempre. Son 17.000 kilómetros cuadrados de recovecos, pequeñas cimas y unos grandes picos, que pasan por los departamentos Magdalena, La Guajira y Cesar. Por sus 5.700 metros de altura es la montaña costera más alta que existe.

En la Sierra está cada piso térmico de este país, en donde lo primero que encuentra quien pasa por ahí es el calor de la costa Caribe, que abraza y quema a turistas europeos, a rolos y gringos. Nadie sube hasta lo más alto, pero allí no hay rastro del clima ardiente del nivel del mar. En el pico más alto, el Cristóbal Colón, el frío es suficiente, puro hielo.

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Dice Parques Nacionales que 39 de las 3.057 especies amenazadas que viven en Colombia habitan en la Sierra Nevada. Una de ellas es el cóndor —de 628 aves que moran allí—, que con su cuello blanco y túnica negra de plumas extendidas sobrevuela la cordillera. El paujil de pico azul, ave de color negro brillante y pecho blanco, forma de gallo, una cresta de crespos en la cabeza, acompaña también estas montañas con la suerte de un animal a punto de extinguirse por completo.

Jaguares de color amarillo, manchas negras y marrones que se pasean sobre todo el pelaje que cubre su cuerpo ágil; dantas, dispersores de semillas con orejas redondas y trompa alargada, y venados de páramo, con nariz negra y redonda, ojos casi del mismo tamaño, pelaje marrón y pecho blanco, son solo tres de los 120 mamíferos que se sabe viven en la majestuosa Sierra Nevada. Otras 141 especies de anfibios y reptiles, entre sapos, ranas, cecilias y serpientes se arrastran y dan saltos por el suelo húmedo de la selva, y 25 son endémicas, solo viven ahí.

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Además, cerca de 1800 especies de plantas con flores conforman la vegetación de la Sierra Nevada, según la Fundación ProSierra. De ahí surgen treinta ríos grandes, la razón por la que esa cordillera alberga tanta vida. El Manzanares, Palomino, Ranchería, Gaira, Aracataca, Badillo, Guachaca, Don Diego y Guatapurí son de los más conocidos, solo por citar algunos cuantos. En la cara norte quedan Minca y el Tayrona, la zona predilecta de los turistas, y se puede seguir hacia el punto más norte de Colombia, La Guajira, pasando por Palomino.

La parte occidental alcanza a enfrentarse con la Ciénaga Grande de Santa Marta, hacia el Caribe y una parte del interior del país, y la cara oriental mira al Cesar y Venezuela, pues queda casi a la misma altura de Maracaibo. Los corregimientos y veredas que se han levantado entre tanta exuberancia son muy distintos entre sí, como su gente, que en común tiene sobre todo el acento. Quizás tenga que ver con la altura y la distancia entre cada comunidad, separadas por vías sin pavimentar o caminos entre ramas, barro y árboles por los que las caminatas pueden ser de horas de caminata de selva espesa o trochas. A pesar de eso, y como si vivieran todos los habitantes en un mismo barrio, no hay uno que no sepa lo que ha sido la guerra en su región, aunque nadie la ha vivido igual.

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En el año 1514 los españoles llegaron a la región de Sénenuglan, U’munukunu o Abu Sheiumun, algunos de los nombres que los pueblos originarios le tenían a la rebautizada Sierra Nevada de Santa Marta. En ese año comenzó la fractura de la armonía entre los habitantes de la zona. Los indígenas se alejaron lo más que pudieron de los territorios colonizados, se ocultaron de los europeos en las partes más altas de la Sierra y en muchos casos resistieron al intento de evangelización, otros fueron exterminados.

Pasaron 300 años para que los indígenas sobrevivientes pudieran volver a formar comunidades, ya cargando con el pasado violento de la colonización que dejó pocos rincones libres. A partir de 1900, sobre todo desde los años 50, decenas de colombianos de otras partes llegaron a instalarse a la Sierra Nevada, huyendo de La Violencia bipartidista en Caldas, Santander, Antioquia; eran campesinos desplazados por la guerra que solo parecía tener cuartel en aquella montaña.

En la distintas lomas hallaron tierras fértiles que no le pertenecían a nadie, el que llegaba se instalaba en ese paraíso inmenso en el que se da el ñame, el plátano, el aguacate, la papaya, la naranja y el café, pero también la marihuana en los tiempos posteriores de la Bonanza Marimbera y la lucha contra el comunismo, cuando llegaron todavía más personas. La planta que se daba por montón en la Sierra Nevada se convirtió en la maldición y bendición de esos campesinos. El negocio hacia Estados Unidos nació por los Cuerpos de Paz, jóvenes que ese país mandó a distintas naciones para hacer trabajo social y, en realidad, frenar la expansión de las ideas de izquierda en el continente.

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Colombia fue el primero de América Latina en recibirlos en la década de los 60, se enamoraron de la planta que empezaron a llevarse a Norteamérica para traficarla, primero, en cantidades pequeñas. En Magdalena, La Guajira y Cesar, meca de la peregrinación de extranjeros por ese entonces, estuvo la cuna de la marimba, gracias al clima y el suelo perfecto de la Sierra en donde todo nace. El momento culmen de la droga se dio con el contrabando promovido por los guajiros, que aprendieron de las mafias de Estados Unidos sobre el potencial de la hoja, y eran los que conocían bien las rutas del contrabando, cómo sacar las cargas sin que la policía lo supiera.

En la Sierra muchos sembraron la hoja, que les sirvió para ganar los pesos que necesitaban para sobrevivir con un negocio incipiente que creció lo suficiente como para alimentar a decenas de familisa. El jefe del DAS en La Guajira, José Ignacio Lara, dijo hace diez años que en 1974 el 80% de los agricultores de esa región cultivaban marimba y así lograron multiplicar su salario por seis.

Juan*, habitante de la zona que llegó desplazado desde Santander, recuerda que su papá sembró mucha hierba, “nos dio comida a punta de marihuana, la vendía y eso lo convertíamos en arroz, en pescado, en carne”. Por eso se llamó bonanza, porque trajo dinero, riqueza, mucho “dinamismo”, como dicen los economistas, a la zona o así parecía. Para sacar la marihuana la empacaban en mulas, que luego enviaban por río hacia el mar Caribe y de ahí a otros destinos. Los campesinos no se conocían entre sí, pocos eran de la Sierra, muchos venían de afuera motivados por la bonanza, que poco a poco se fue convirtiendo también en un fortín para la Policía.

Algunos oficiales se unieron al negocio, los capos los sobornaban y se aliaban con ellos. En parte por eso se explica la fluidez con la que se movía -y así sigue siendo- la droga por los caminos del monte. Así pasó con Hernán Giraldo, caldense, paramilitar, de los primeros que incursionó en el comercio marihuanero, el Señor de la Sierra, cuyos cargamentos eran escoltados por la propia Policía.

El negocio creció a tal punto que la marimba era moneda de cambio, como hoy lo es la coca en las zonas más cocaleras del país en donde el peso, el billete, es solo un papel sin valor. Sirvió también como la semilla de otros cultivos usados ilegalmente para hacer cocaína y heroína, tráfico que solo se detenía cuando pasaba la Policía Antinarcóticos, aliada con la DEA, en busca de cargamentos para incautar.

En la Sierra se trazó el cruel destino de una región de Colombia irónicamente rica por su naturaleza y por los millones de pesos y dólares que atraen esas ventas criminales, pero de gente pobre, campesina, sin siquiera servicio de agua potable ni vías para sacar sus cultivos. Detrás de la bonanza, llegó la guerrilla, con ella se formaron los grupos paramilitares, después apareció el Estado, muchas veces aliado con las Autodefensas.

Los ríos y la tierra de aquel corazón del mundo, la Sierra, como las venas del cuerpo humano y de quienes habitaban allí, chorrearon sangre por más de 30 años de guerra. Los enfrentamientos entre capos, el sometimiento de los hermanos Castaño y Rodrigo Tovar Pupo alias Jorge 40 a Hernán Giraldo, alias el Patrón, y su posterior desmovilización en 2006 sí cambiaron el panorama de aquella cordillera, pero no acabaron con el conflicto que hoy persiste.

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En enero de 2022, en la finca El Recuerdo, cerca del casco urbano de Palmor, dos grupos armados se encontraron a bala: el Clan del Golfo y Los Pachenca, o como ellos se autodenominan Autodefensas Gaitanistas de Colombia y los Conquistadores de la Sierra. Aunque no hubo muertos, los habitantes se aterrorizaron, los sometieron y los tuvieron arrodillados por horas. Una anécdota que cuentan de aquella vez es que un muchacho tuvo un ataque de risa de los nervios en ese momento y casi lo matan, pero la comunidad lo defendió. “Nosotros quedamos entre aire y fuego de ellos, hay temor, esto es un caos”, dijo Julio Varela, líder social del corregimiento de Palmor, parte del municipio de Ciénaga, a más de una hora en carro del casco urbano y a casi 1000 metros sobre el nivel del mar, en medio de la Sierra Nevada.

El 9 de agosto, los negocios del pueblo amanecieron cerrados. Sus pocas calles pavimentadas y casas de colores no tuvieron puertas ni ventanas abiertas durante horas. Dos audios enviados por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia a la comunidad dejaron claro que ningún colegio, ningún establecimiento público, nada podía estar abierto. El que incumpliera podría terminar quemado o le darían plomo. “Esto va en serio, no queremos lamentaciones”, dice el hombre de la grabación. A su vez, en una tienda aparecieron las iniciales ACSN, que traducen Autodefensas Gaitanistas de Colombia, el grupo originario de la Sierra Nevada.

“Sólo quedó la zozobra”, dice Óscar Orozco, también líder de Palmor. Unos meses antes, a mediados de abril, un viernes, en la vereda La Secreta, los mismos grupos volvieron a chocar y dispararon sin cesar entre las 7 de la mañana y las 4 de la tarde. La zona queda unos metros más abajo de Palmor, aunque con vías de acceso mucho más complejas, pues solo se puede subir en moto o en una camioneta 4x4. Ese día, los Conquistadores venían de la zona norte de la Sierra y el Clan del Golfo del centro del país, intentando conquistar lo que desde los 70 tienen en su poder los primeros: las rutas del narcotráfico y todo el control de esa zona hasta que empieza La Guajira.

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Del otro lado de la Sierra, en Guachaca, no hay enfrentamientos de grupos armados hace tiempo. Es el corregimiento visible del turismo de la región, a donde más de 340 mil visitantes llegan todos los años para bañarse en las playas del Tayrona, a caminar por Ciudad Perdida o a tomar café en Minca. Danilo, un hombre viejo que lleva toda su vida en Guachaca, dice que esa es la zona más segura que hay, a pesar de su mala fama.

“¿Hace cuánto no hay muertos? Aquí todo el que quiere invertir, comprar, viene y lo hace”, dice. Y tiene razón. En Guachaca hay calma, rara vez roban y mucho menos matan a alguien. Ni el paro armado del Clan del Golfo después de la extradición de alias Otoniel a Estados Unidos se sintió. “Ni sea de allá, ni del Gobierno, ni de acá. Si usted es neutro, nada le pasa”, dice Danilo y con eso lo cuenta todo. Detrás de esa tranquilidad extraña, hay vigilancia permanente, muchachos que andan en moto y todo lo ven y todo lo avisan, son milicianos; millones y millones de pesos que se mueven en extorsión a los negocios turísticos y unas autoridades que pueden poco y nada.

Esa capacidad de control solo la tienen los Conquistadores de la Sierra, herederos de Hernán Giraldo, amigos, primos, hermanos, hijos de muchos habitantes de Guachaca, y es esa la razón por la que los protegen. A diferencia de Palmor y La Secreta, ubicadas en zona fronteriza con la cara norte de la Sierra, Guachaca está totalmente controlada por estos hombres a los que las Autodefensas Gaitanistas o como les dice la Policía el Clan del Golfo teme como a ninguna autoridad del Estado.

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Mirando varios años hacia atrás, Julio dice que entre el 70 y el año 2000 comenzaron a llegar grupos armados a Palmor. Recuerda que allí todo empeoró a partir de este siglo, cuando la lucha entre unos y otros involucró inevitablemente a la población. “Del 2000 hacia acá se incrementaron todos los grupos, empezaron a entrar paramilitares, Farc, elenos, todo”, apunta. Entonces, señala una calle por la que se entra a Palmor: “Allá hay un palo y tú encontrabas ahí a la gente arrodillada, donde la tenían lista para asesinarla por simpatizar supuestamente con la guerrilla”.

A los hijos de Julio quisieron llevárselos por esa época, reclutarlos, dice que a él mismo le ofrecieron ser comandante porque conocía perfectamente la zona y era líder social. Se negó, no quería, y no se explica cómo se salvó de que lo mataran. Del lado norte de la Sierra las cosas eran distintas. Sí había armados, sí había cruces de balas, pero parte de la población respaldaba a un bando, veían a Hernán Giraldo como a un héroe, como al Patrón que logró sacar a la guerrilla, con su frente 19, de la cordillera. Excusaban y siguen excusando sus peores crímenes, las violaciones de niñas, los abortos forzados, las masacres, las torturas.

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En 2003, el gobierno de Álvaro Uribe firmó el acuerdo de Santa Fe de Ralito con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), para que los 34 bloques entregaran sus armas. Uno de los grupos con más desmovilizados fue el Bloque Norte, al que pertenecían Hernán Giraldo, Carlos Castaño y Jorge 40. De ahí 4.760 hombres y mujeres dieron un paso al costado del paramilitarismo, por el acuerdo que vino antecedido de una guerra de varios años entre Castaño y Jorge 40 contra Hernán Giraldo, que terminaron aliándose y bajándole el rango a este último.

En ese proceso, que duró tres años, el Centro de Memoria Histórica calcula que 35.317 hombres y mujeres paramilitares de todo el país dejaron de lado sus armas. Solo 4.588 de ellos, los más poderosos, pudieron postularse a la Ley de Justicia y Paz de 2005. Los años de la guerra paramilitar, guerrillera, estatal en la Sierra Nevada dejaron, como cita Verdad Abierta, más de 200 mil personas desplazadas, 127 masacres cometidas, 1000 secuestros y al menos 650 personas desaparecidas. Trece de estos cabecillas fueron extraditados a Estados Unidos en 2008 por seguir cometiendo crímenes después de haberse acogido al proceso de paz. Pero esto no implicó el fin del conflicto, difícilmente sería así.

Juan* también es exparamilitar de la Sierra. Durante 26 años estuvo al lado de Hernán Giraldo, desde que este fundó Los Chamizos, un supuesto grupo de seguridad y paramilitarismo urbano, hasta el nacimiento del Frente Resistencia Tayrona. Recuerda bien que poco después de aquella desmovilización el Estado no llegó a donde había prometido, no ocupó las fincas, los caminos, las zonas por las que alguna vez corrió el gran comercio ilegal de la marihuana y ahora el de la cocaína.

Lo que vino después fue más o menos así: al poco tiempo de irse el Bloque Norte, comenzó a gestarse el grupo Los Nevados, que no mucho después Los Mellizos compraron, narcotraficantes de Arauca que se hicieron pasar por paramilitares, para hacerse con todo el control de las rutas hacia Venezuela, el interior y la costa. Luego vinieron Los Paisas, las AGC, provenientes de Antioquia y Córdoba, y se enfrentaron a Los Pachenca, una evolución de los primeros frentes que surgieron en la Sierra Nevada.

Eso pasó en 2012. En 2022 se vive un nuevo ciclo, como le llaman los académicos, o una segunda parte del mismo ciclo de la violencia de hace diez años. Esta vez tomó fuerza con la fuga de la cárcel de Edgar Ariel Córdoba, alias 57, hijo sanguinario del paramilitarismo y líder del desmovilizado Bloque Norte, que regresó listo para recuperar el control y le pidió permiso al Clan del Golfo para entrar a la Sierra. Dicen que él motivó la guerra desatada entre finales de 2021 y los primeros meses de 2022, pero las autoridades lo capturaron en junio y la marea de proyectiles disminuyó.

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Después del combate de abril entre Conquistadores y Autodefensas Gaitanistas, Ursulino Sánchez, dueño de una tienda en La Secreta, se marchó. “Yo me fui y no tengo pensado volver”, cuenta. Es desplazado y ahora montó un nuevo negocio en la zona urbana de Ciénaga, vendiendo cualquier galguería que le de para sobrevivir. Teme regresar porque antes del enfrentamiento de ambos grupos, las Autodefensas Gaitanistas se instalaron justo en frente de su casa y del otro grupo le mandaron a decir que era un descarado por permitirlo.

Sabe que es su sentencia de muerte y no es tiempo de valientes en la Sierra como para quedarse esperando al destino. No importa la captura de 57, la gente no está tranquila. Y aunque durante algunos días esa pequeña vereda de apenas 1800 habitantes se vio cercada por militares camuflados enviados allí tras el combate, desde junio muchos de ellos se fueron. Ahora las personas aguardan su llegada, atemorizadas, pero a sabiendas de que no tienen más a dónde ir. La Policía sabe que hay otros cabecillas para seguir con el negocio, aunque hay disonancia con respecto a las personas que busca y las que reconocen quienes viven en la región.

El jefe clave, quien manda en el Caribe de los del Clan del Golfo es Rodrigo Flechas, manda en La Guajira, Bolívar Altántico y Magdalena. En el cartel de las autoridades aparece Berny José Avendaño Orozco, alias Berny, como miembro y cabecilla de los Conquistadres, a quien pocos en la zona identifican cuando se les pregunta por él. Incluso unos dicen que es del Clan del Golfo. Pero Alias Patiliso, de Los Pachenca o Conquistadores, que tiene hasta su propio corrillo en el que se anuncia como el jefe e invita a empuñar las armas en “defensa del pueblo”, no está en el cartel, su alias no aparece en el listado de la Policía y no se sabe si su nombre, porque nadie dice cómo se llama. Con Patiliso, dice la gente, van alias Muñeca o Carmen Evelio Castillo Castillo, su nombre de pila, así como José Luis Pérez Villanueva, alias Cholo, por quienes el Estado ha prometido dar 100 millones de pesos a quien los delate. Estos hombres tienen, según cuentan en la Sierra, una escuela de entrenamiento y hasta un cristalizadero de cocaína. Pero allí no entra ninguna autoridad, porque Los Pachenca son la autoridad.

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El 20 de julio empezó a correr por los barrios pobres de Santa Marta un panfleto que advertía una limpieza social de los Conquistadores de la Sierra en contra de “tiradores de piedra, viciosos, rateros y violadores”. Por esos días, un grupo de jóvenes de una banda llamada 777 se estaba enfrentando a piedra con la fuerza pública en la ciudad. En menos de 24 horas, lo asesinaron. Se llamaba Joel David Ibáñez y le dispararon en el barrio el Pantano. El sicario iba en moto e hizo su “trabajo” sin ninguna dificultad.

Aunque pasó a ojos de todos, la Policía no pudo agarrar al asesino. No pudo porque no manda sobre los crímenes que cometen los Conquistadores, los dueños del orden y la bala en una ciudad con un puerto jugoso por el que pueden salir embarcaciones llenas de coca, lo que verdaderamente les importa a los narcos de la Sierra.

Unos 50 años atrás, Hernán Giraldo estaba aliándose con la banda Los Chamizos, paramilitares que a través de la limpieza social se dedicaron a exterminar a todo aquel que consideraban malo para la sociedad. Mientras tanto, mandaba en la Sierra Nevada y conformaba un imperio de droga y contrabando. Lo que pasó antes de la desmovilización de 2006, cuando Giraldo se les unió a la fuerza a Jorge 40 y Carlos Castaño, podría pasar de nuevo.

Se cree que ambos grupos están buscando aliarse o llegar a un acuerdo para poder pasar por la Sierra compartiendo las rentas de la coca o haciendo negocios aparte sin darse bala. También se dice que unos pretenden aliarse con la guerrilla del ELN para frenar a los otros, pero todo es especulación. A pesar de eso, para muchos samarios, para varios de los habitantes de Guachaca, sobre todo, el narcotráfico, la guerra, es cosa del pasado.

No dicen que hay total paz y tranquilidad, no, son más conservadores, pero se cuidan de referirse a su zona como una de conflicto. Uno que empezó por razones políticas y sociales con baños de sangre, robos y despojos, y pasó a ser casi lo mismo pero con la única finalidad de mantener un negocio por debajo -pero realmente a la vista- de todos. La historia de antes y la de ahora son parecidas. Aunque la Sierra hoy es vista, con toda la razón, como un paraíso turístico, como el corazón de la Tierra, no puede excluir una verdad de a puño: la criminalidad sigue, el conflicto también y los grupos armados son los que mandan.

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