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A mediados de 2020, en una finca cafetera del Quindío propiedad de un familiar lejano al que conoció después de firmar la paz, Rodrigo Londoño —Timochenko— dijo mientras tomaba un café endulzado: “La guerra de este país ha sido una atrocidad y en esa atrocidad estuvimos nosotros, las Farc, yo espero que un día me puedan perdonar”. Se le veía compungido, quizá porque por primera vez sabía lo que era una familia: su pequeño hijo de no más de dos años correteaba por la sala de la casa y su joven esposa —exguerrillera— canturreaba con una amiga. Timochenko apenas estaba descubriendo los frutos dulces de la vida. Desde los 17 solo había vivido para una: la revolución.
Entre el 21 y el 23 de junio el último secretariado de la Farc fue imputado por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) por crímenes de guerra y lesa humanidad por más de 21.000 —veintiún mil— secuestros. Rodrigo Londoño, Pablo Catatumbo Torres, Pastor Alape Lascarro, Milton de Jesús Toncel, Jaime Alberto Parra, Julián Gallo Cubillos y Rodrigo Granda Escobar escucharon durante esos tres días a las víctimas y a los magistrados de la corte, reconocieron su responsabilidad y, sobre todo, guardaron silencio.
Londoño —Timochenko, el último comandante— escuchó con atención a la magistrada Julieta Lemaitre: “Los comparecientes son coautores mediatos porque las decisiones las tomaron en conjunto, como dirección colegiada, y mediatos porque no cometieron directamente los secuestros y asesinatos, sino que dieron las órdenes a sus subalternos”.
El comandante entonces respondió: “Vengo en calidad de último comandante a reconocer el ejercicio de política de secuestro dentro de las desaparecidas Farc-EP. El reconocimiento de crímenes de guerra y lesa humanidad de carácter no amnistiable (...). Venimos a asumir responsabilidad individual y colectiva frente a uno de los más abominables crímenes cometidos por nuestra organización que desembocó en crímenes de guerra y de lesa humanidad. Yendo contra los valores en los que estaba inspirada nuestra lucha”.
Y hasta ese punto todo parecía discurso retórico. Pero vinieron los testimonios de la víctimas: hombres violados durante el secuestro, militares inmovilizados con cadenas, caminatas eternas durante tardes y noches, rejas en medio del monte, pruebas de supervivencia que alargaban la agonía. Fueron horas y horas de relatos que parecían sacadas de una ficción. Timochenko se revolvía en su silla, se pasaba las palmas de las manos por la cara, incapaz de mirar a las víctimas. “Yo quisiera que la tierra me tragara (...) siento un dolor muy profundo que a nombre de ideas revolucionarias haya pasado lo que pasó (...) Yo no encuentro explicación de cómo la dinámica de la guerra nos degradó hasta semejantes tratos. Yo me hago responsable aquí por haber apoyado esa política del canje y secuestro como forma de financiación”.
En ese encuentro de 2020, Timochenko me dijo lo que repitió ante la JEP hace unos días: “Yo le escribí al Mono Jojoy, me parecía deplorable que encadenaran a los secuestrados, esas prácticas no eran las de las Farc en los años 80. El secuestro fue una abominación, un hecho terrible en la historia de la guerra en Colombia. Por eso teníamos que firmar la paz, porque la guerra se nos había salido de las manos”.
Timochenko llegó a comandante de las Farc casi por accidente. Primero hay que entender la historia.
Rodrigo Londoño nació en La Tebaida —en el Quindío, tierra de Manuel Marulanda Vélez— el 20 de enero de 1959. Sus padres eran Arturo Londoño y Elisa Echeverry, y la familia había vivido una espiral de violencia por ser liberales. En la casa circulaba el semanario Voz y algunos militantes del Partido Comunista. Rodrigo aprendió a leer a temprana edad con la Biblia; fue inquieto, quería saber más: en el colegio lo promovieron gracias a la educación que recibió de su madre, que le había enseñado a leer, a escribir y operaciones matemáticas básicas antes de cumplir 7 años.
En mayo de 2020 me dijo: “Mi papá era un campesino antioqueño que llegó en la colonización del Quindío, era analfabeto y muy rebelde, por eso nunca estudió. Me arrepiento de no haberle preguntado en qué momento se volvió comunista. Era liberal, gaitanista, y nunca le pregunté cuándo dio ese paso. Tenía unos familiares, primos, casi todos de ideas comunistas, revolucionarias; eran militantes pasivos. Mi papá sí era activista, fue candidato al Concejo de La Tebaida —organismo que existe en todos los municipios de Colombia y que hace control político a los alcaldes, aprueba presupuestos y políticas ciudadanas—; no había debate importante en el Concejo en el que no estuviera. En sus discursos recitaba de memoria trozos de Ignacio Torres Giraldo”.
Me pareció que Rodrigo Londoño no era un hombre que se conmoviera fácil, pero cuando hablaba de las víctimas del conflicto armado sentía vergüenza pura, escurría la mirada. Esa misma mirada sin sitio que se le vio durante la audiencia ante la JEP. Debe pensar en su pequeño hijo, en su esposa, en lo que significó para miles de familias perder años con un ser querido que las Farc secuestró. Timochenko reconoce los crímenes pero siempre habla del colectivo, no dice yo secuestré, yo encarcelé, yo torturé, y eso tiene una razón: Timochenko nunca hizo parte de la línea de Raúl Reyes y el Mono Jojoy, estaba lejos del bloque Oriental, el más sanguinario, el más atroz.
Cuando Timochenko fue nombrado comandante de las Farc tras la muerte de Alfonso Cano —murió en un bombardeo cuando el gobierno de Juan Manuel Santos ya tenía conversaciones exploratorias de paz—, él era el único que quedaba en el secretariado con la línea de Manuel Marulanda Vélez —Tirofijo—; el único que había compartido con él en las selvas.
Timochenko conoció a Manuel Marulanda Vélez cuando tenía unos 18 años, y vio en el comandante la figura de un padre, de un líder, de un Cristo de la tierra. Hasta el día de hoy vive bajo la sombra de ese hombre, como si se tratara de una constelación que lo rige desde el universo oscuro.
Hay que decir que Rodrigo Londoño no terminó el colegio y en la Universidad del Quindío encontró espacios de discusión donde los estudiantes hablaban de las ideas que escuchó en su casa. En esas conversaciones conoció la Juventud Comunista y un día se dio cuenta de que el cambio venía con las armas. Hizo trabajo panfletario, pero rápidamente encontró enlaces que la ayudaron a encontrar a las Farc en el monte.
Jorge Rojas Rodríguez quien fue secretario de integración social de la alcaldía de Gustavo Petro conoció a Rodrigo Londoño por esos años y escribió en el libro Timochenko. El último guerrillero (Ediciones B, 2017): “De pronto irrumpió en la Casa del Pueblo el médico Santiago Londoño, un prestigioso y acaudalado cardiólogo, admirado y perseguido en la región por su declarada amistad con la revolución cubana. Traía en sus manos, como si fuera un trofeo, un morral de lona color verde oscuro y un par de botas negras pantaneras. Se paró al frente de la reunión de militantes del partido y de la Juventud Comunista de Quimbaya, que se hacía todos los sábados a las siete de la noche con la religiosidad de una misa, y preguntó en voz alta: ‘¿Quién es el verraquito que se va conmigo?’. Del fondo del salón se levantó Rodrigo y marchó al frente con orgullo y en silencio. Tomó el morral, que estaba desocupado, y lo acomodó en su espalda. Después recibió las botas con la mano izquierda y enseguida levantó la otra mano con un gesto que simboliza al mismo tiempo victoria y despedida. Luego se subió en la parte de atrás de una vieja camioneta que alcanzábamos a divisar estacionada frente al local del partido”.
Nunca más volvió a aparecer, su familia no recibió noticias de él y a su madre le dijeron algunos amigos que se había escapado para la Unión Soviética, donde seguro estaba estudiando alguna carrera universitaria. Esa versión mentirosa quedó registrada en la inteligencia militar, tanto que cuando Timochenko fue nombrado comandante de las Farc, la ficha criminal que entregó la Fiscalía General de la Nación decía que había estudiado medicina en Rusia. Un absurdo.
Le pregunté que si se arrepentía y respondió sin asomo de duda, sin dramas, como esos hombres que saben que ya el pasado es imperturbable: “En la guerrilla tuve muchas dificultades, pero yo nunca me arrepentí. Cuando sucedía algo complicado, yo recordaba que la decisión la había tomado a conciencia. Eso me ayudó en estos 40 años que duró la lucha”.
En las Farc fue un hombre de discursos que construía carpas, cocinaba, hacía trabajo político y hasta una hija tuvo, una hija que tuvo que huir del país porque fuerzas paramilitares la perseguían. Su cercanía con Marulanda y con Jacobo Arenas le valió el respeto de todos sus compañeros, menos de Iván Márquez y de Jesús Santrich, quienes no lo consideraban apto y conspiraron varias veces para sacarlo de la comandancia cuando llegó a ser el jefe supremo. Márquez y Santrich no eran respetados en las filas porque nunca estuvieron al frente del pelotón de guerrilleros.
Timochenko, en un país que vivió 50 años bajo el asedio de las Farc, se convirtió en el rostro de ese mal. Cuando se piensa bien, antes de la paz este hombre no era más que un guerrillero que solo conocían las Fuerzas Militares y que aparecía en estadísticas de los informes de inteligencia estatal.
En 2020, sentados a la mesa en aquella finca —él tenía a su pequeño hijo cargado en las piernas y se le veía feliz, como un hombre que ha recibido misericordia sin merecerla— dijo algo que hoy parece el cumplimiento de un designio: “Cuando mataron a Alfonso Cano fue muy difícil, porque estábamos empezando a acercarnos al gobierno de Santos, pero nosotros decidimos seguir, yo quería jugármela por la paz y lo duro empieza ahora cuando vemos a las víctimas y escuchamos el horror que causamos”.
Editor General Multimedia de EL COLOMBIANO.