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Un día en Buenos Aires

Solo 24 horas para recorrer la capital argentina. Una carta para contarle al lector esa mirada fugaz, en primera persona.

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23 de enero de 2018
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Querido vos, si vieras que tan pronto entré a Buenos Aires me impresionó –ese es el verbo exacto para mí– que los edificios fueran tan distintos y tan llenos de ventanas. Muchas ventanas, muchas, como cuando alguien dibuja edificios en líneas y los llena de cuadros al azar. Había ventanas, ventanitas, ventanotas.

Ningún edificio se parecía al otro: alguno terminaba en punta, el otro plano y el de más allá no tenía balcones, aunque el del frente tuviera un montón de ellos pequeños. Tan heterogéneos. Demás que tiene que ver con eso de que esa ciudad se ha construido en la confluencia de muchas culturas. En una nota del Clarín, de 2017, que busqué luego, dice que el 38 por ciento de los que habitan el suelo porteño son de afuera. Y eso no es de ahora, sino desde hace tiempo.

Blancos, ese es mi recuerdo. Sucios, como si nadie se hubiera acordado de lavarles la fachada alguna vez. Viejos, por esa cosa de que hasta los edificios envejecen, supongo. Tan bellos, para alguien como yo que siempre está mirando edificios.

Esos estaban en el camino del aeropuerto al Centro. Fue lo primero que me encontré. Puro azar, quizá.

¿Te imaginás cuánto tiempo podría permanecer uno en el balcón del frente tratando de adivinar quién hay detrás, escudriñando en la vida de tanta gente que debe vivir detrás de ellas, que come, que ve televisión, que lee un libro, que no hace nada, que tiene un gato, que le pone la correa al perro para salir a pasear, que cocina, que sueña, que hace el amor, que vive sola, que ve fútbol, que se sienta en el sofá a contar las telarañas de las esquinas? Porque la vida cotidiana pasa igual aquí o allá, supongo , aunque tengamos costumbres distintas.

Mi amiga que vive allá hace ocho años dice que la gente sale tarde y entonces los restaurantes no se llenan a las 8:00 de la noche, sino a las 12:00. Y uno que está acostumbrado a que acá en Medellín a las 11:00, sino es antes, ya lo estén despidiendo.

Para mí, Buenos Aires es una ciudad entre blanca y gris. Y no es la misma en todas partes. Iba para La Recoleta, ese barrio del que uno se sabe el nombre sin haber ido nunca allá. Lo llaman la París argentina y ahí está el famoso cementerio donde está Eva Perón, pero esta primera vez yo no llegué hasta allá.

El Centro me recordó a Madrid, a esa calle principal que se llama la Gran Vía. Solo que los recuerdos se acomodan a uno, y quizá a alguien más le haya traído a París a su memoria. A Europa, en todo caso.

Obvio, en El Obelisco uno piensa en Washington, e igual se aleja e intenta una selfie hasta que se vea la punta. Ahí está en la mitad, entre los carros. En la capital de Estados Unidos está en una zona verde. Un mismo objeto, tan distinto.

Buenos Aires me supo a una ciudad que me hace recordar otras, y no porque haya viajado mucho, sino porque uno se va armando sus historias a la medida de sus caminos.

De afán

El domingo el recorrido fue flash. Así como una turista de gorra y gafas que va a los lugares a los que todos van.

La Casa Rosada, tan rosada, la miré desde lejos, atravesada por unas rejas. Es un rosado pálido e igual está llena de ventanitas, si bien redondas. Si vieras el edificio del lado: en el costado derecho, solo ahí, conté 88 ventanas unas encima de las otras, alineadas perfectamente.

Me gustó mucho, a la izquierda de la casa, una calle miniatura, como un callejón encerrado entre dos edificios cafés. Ahí, hay que decirlo, las construcciones no son tan heterogéneas. Ahora que miro la foto, ya quiero cambiarle el color a esta zona. No es blanca. No señor.

Fui una turista de afán que fue a los lugares a los que todos van. Caminito no fue lo que pensaba. Uno se imagina que hay más casas de colores, que es más grande, pero no. Es una calle o dos, y yo fui tan temprano que nadie bailó tango. Eso sí, me entré a una casa de esas, sin tiendas ni nada, porque hay unas que están llenas de ventas, y el señor dijo que la tenían intacta, que no le habían hecho nada, que no le iban a poner tienda, sino que cada lugarcito era para un artista.

Los artistas no estaban, pero sí todos los colores de esas casitas de madera –porque aunque es un solo lugar, uno siente que se fueran uniendo espacios–: amarillos, naranjados, azules, rojos, verdes, todos al mismo tiempo, apiñados, y unas escaleras miniaturas para subir a los segundos pisos. Ahí conocí a la gata más querida que he conocido en mi vida. Me acompañó a subir las escaleras, me persiguió hasta la puerta. Casi se viene conmigo, pero yo le dije que ya tenía un gato en mi vida. El señor que nos dejó entrar explica, mientras la gata me guía, que son tantos colores porque pintaban con los sobrantes de los marineros.

La Boca, donde está Caminito, era el puerto principal de la ciudad, y por ahí ingresaban los inmigrantes, especialmente los italianos. Creo que les dicen tanos. Y a esas casas les llaman conventillos. Eso sí lo leí después, revisando si el señor me había dicho lo que era.

Ese lugar me pareció bonito. No porque lo otro no lo fuera, sino que lo pintan mejor en las fotos. No sé. Es como cuando uno ve a la Monalisa y entiende que la imaginación hace de las suyas creándola un cuadro de toda una pared, cuando no mide más de 77 x 53 centímetros, y eso no le quita el encanto.

Claro, ya en La Boca, también fui y miré de lejos el estadio. Cómo no. La Bombonera es de esas cosas que uno sabe porque sí, y por el poco fútbol que a veces entra en mi cabeza.

Antes de irse de Caminito, hay que recordar el tango, y que sea en la voz de Carlos Gardel, para no dejar de pensar en Medellín: “Caminito que el tiempo ha borrado/ Que juntos un día nos viste pasar/ He venido por última vez/ He venido a contarte mi mal”.

La niña aquella

Estoy en desorden, porque esta historia es como me acuerde. Fui a encontrarme con las caricaturas en el Paseo de la historieta y a tomarme fotos con una abeja que dice, “tiren papelitos muchachos”. También a recostarme en una pared con Felipe, Guille, Manolito, Libertad y Susanita, y a encontrarme finalmente a la que uno se quiere encontrar, Mafalda, que está sentada sola en una silla, esperando que uno se siente a su lado. Como fui tan temprano, no hice ninguna fila y me tomé tantas imágenes como se me ocurrieron, porque yo he escuchado a otros amigos que han esperado hasta 40 minutos, solo para sentarse con la niña de Quino. Ella no dijo nada, yo tampoco le dije algo. Y un detalle en diagonal a la silla. Número 371, Mafalda dibujada en un mármol en la pared y un mensaje: “Aquí vivió Mafalda, célebre personaje y Patrimonio Cultural de la Ciudad creado por Joaquin Salvador Lavado, Quino”.

Lo demás también fue rápido: ir a ver la flor gigante, esa estructura metálica en la Plaza de las Naciones Unidas, que está al lado de la Facultad de Derecho, de la que dicen que no se pueden contar las columnas porque el que las cuenta no se gradúa. A esa flor se le abrían los pétalos al principio según la luz del día, pero ya no.

Igual al Rosedal de Palermo, con las rosas florecidas. Rojas, amarillas, rosadas. Y un árbol gigante que parece un bosque en sí mismo, que me recordó al árbol al frente de tu apartamento, si bien no se comparan en tamaño.

La librería El Ateneo sí es tan maravillosa como dicen, recordando a ese Cine Teatro que fue alguna vez, que inauguraron en 1919. Ahí uno se para a mirar un rato, porque cómo no. Tantos libros, tanta belleza junta. Te confieso, sin embargo, que no pude comprar ningún libro. Me abrumé, se me olvidaron los nombres de los autores que me dio están en mi cabeza. Solo fue para mirar.

Después estuvo ver el Río de la Plata, que se pareció al mismísimo mar: tan grande que no se ve la otra orilla, con esa playa ahí al lado. Si me preguntas, el asado sí es tan maravilloso como dicen y el helado lo venden por kilos. Hasta ahí me acuerdo: un kilo de helado solo para mis dos amigas y yo.

Así que esto fue Buenos Aires en un día. Muy rápido, mucho, muy turístico, pero así son a veces los viajes. Así se empieza.

Me quedo, mientras tanto, con los árboles morados que nunca se dejaron congelar en una foto con su color. Me quedo con los tantos parques, los muchos verdes que se confirman cuando el avión ya se está yendo y uno ve que se conjugan el blanco de los edificios con el verde de la naturaleza.

Buenos Aires sí me gustó y habrá que volver un día, más despacio.

Al final, esta es la ciudad que yo conocí. La que se quedó en mi cabeza, esa en la que los edificios tienen tantas ventanas. Casi como mis edificios mal dibujados. Cuál será la tuya.

Un abrazo,

M.

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