viernes
7 y 9
7 y 9
La carrera se abrió oficialmente en el kilómetro 1 y en el 2 Santiago Buitrago ya andaba volando como hoja de cedro entre las praderas de Brescia, en Lombardía. Volando, más bien, como las águilas que cazan liebres entre los pinos del Parque Natural Sozzine o en Adamello.
Comenzaba, apenas, una de las grandes jornadas del Giro 105, entre Ponte di Legno y Lavarone, y y como soldados Viet Minh que, en la Guerra de Vietnam, surgían de debajo de la tierra para cortarles las piernas a los mariners estadounidenses.
De uno en uno saltaron de las entrañas del pelotón Ciccone y Bowman, contendientes por la maglia azurra de la montaña y después de ellos, una completa desbandada que terminó formando un grupo de fugados con más de 20 integrantes.
Y de largo se fueron, dejando atrás el Sol y los destellos diamantinos del Lago Garda, y las cuestas nevadas, con sus cumbres solitarias, comenzaron a ser paisaje recurrente, como recurrentes las lágrimas de agua helada atravesando esos peñascos tan antiguos como los imperios de Roma, Bizancio y Carlomagno.
En ese grupo de intrépidos viajaba también Fernando Camargo, otro joven colombiano con los ojos llenos de ilusión. Y el lote les dio la bendición, y dejó que se fueran y se perdieran en esas carreteras remotas, y que lucharan ellos por la victoria parcial en Lavarone, si es que eran capaces de afrontar las “muelas” de ese serrucho de Trentino, en la frontera con Suiza.
Buitrago, henchido de valentía por sus jornadas en Genova y Cogne, tiraba fuerte en la punta, soltándoles viento a las ruedas de portentos como Van der Poel, Guillaume Martin, Thymen Arensmann, Fortunanto, Covi y otros tantos aventajados del pelotón, curtidos ya en cientos de batallas.
Los kilómetros se fueron consumiendo bajo las ruedas de los fugados y uno que otro se iba quedando abandonado en el camino, a la espera de ser recogidos por la “escoba” de la multicolor caravana.
Uno de los primeros en ceder fue Camargo, a quien todavía no le sientan los aires europeos, aunque lo intenta. Pero Buitrago insistía, como única bandera de la convulsa Colombia, como un mensaje alado de esperanza, tan roja su cara como su uniforme, y su bicicleta parecía romper los bucles de aire caliente que se formaban en cada curva hacia el horizonte.
Y mientras él volaba en el frente, su líder de equipo, Mikel Landa, zarandeaba a los favoritos, los ponía en guardia.
Tampoco escaseaban los ataques en la punta. Van der Poel, primero, Martin después, Leemreize con su Cervelo incendiada. Todos querían un pedazo de montaña y toda esa bocanada de gloria en la meta de Ghiongi. También la anhelaba Buitrago, quien en cada pedalazo recordaba a Chepe González, a Felipe Laverde, a Lucho Herrera, a Cochise, a Rubiano, a Arredondo, a Quintana, a Egan e incluso a Superman López, vencedor en una etapa del Giro de Trentino, en 2018, con paso por Lavarone.
A 80 kilómetros de meta, sin embargo, el colombiano de 22 años derrapó en el descenso de Giovo y perdió la rueda. Tuvo que levantarse, sin mirar siquiera sus heridas, y volvió a pedalear, sin pausa, hasta el final.
Los favoritos apuraron el paso en Valsugana, antes del ascenso a Vetriolo, pero luego firmaron la paz y permitieron que los escapados tomaran más ventaja. Buitrago, en su épica remontada, fue recuperando terreno hasta quedarse a menos de 40 segundos de los punteros: Van der Poel, “el elegido”, Covi, Martin, Gall y el Lemreizer, el juvenil del Jumbo nacido en Ruurlo, en la frontera con Alemania; cuarto del Tour del Avenir del año pasado, que ganó Tobias Halland Johannessen y en la que Colombia apenas si hizo acto de presencia.
Buitrago, ‘El Buitre’ de Suba, se agrupó con Jan Hirt, el héroe de Aprica, y con Hugh Carthy, el británico que aprendió español gracias a una familia colombiana, en Cataluña.
Habían pasado 112 días desde la última victoria del bogotano, en el Tour Saudí, y tras su segundos lugar en Cogne, tenía el “ojo de tigre” en la mirada.
Bowman, ras ganar en Vetriolo, guardó su espada y no persiguió más. Tampoco siguió luchando Ciccone. De modo que los cuatro de punta tenían la etiqueta del triunfo sobre sus manubrios. Sin embargo, Buitrago los persiguió como el águila de Brescia a las liebres, y faltando 12 kilómetros para la meta les dio un golpe de nocaut a Carthy y a Hirt y siguió pedaleando. Luego ganó Monteverone, y siguió pedaleando.
Le pesaban las piernas, seguramente le dolían, pero no se iba a rendir. Pasó de largo a todos los fugados, que eran más de 20 al comienzo de la jornada, y tras de él sólo avanzaban Leemreizer, el campeón de la Ronde de Isard, y Hirt, el flacucho checo de los dientes de cobre.
Y Buitrago ganó, y lloró todas las lágrimas que se había guardado en Cogne. Y lloró aún más, por sus padres; un carpintero y una profesora; y lloró por sus hermanos, por toda Colombia.
“No lo puedo creer, es el día más feliz de mi vida, es un sueño”, repitió y repitió el colombiano de 22 años, que ahora es 14 de la general y que alcanzó la victoria 32 de Colombia en la Corsa Rosa, la carrera más hermosa del mundo, porque sólo ella permite historias de amor y épica como la de Buitrago, y como la de Egan el año pasado en Milán, y como las de Nairo y Rigo.
Carapaz mantuvo su liderato, y en Ecuador están felices, pero a los colombianos sólo nos importa Buitrago, el emplumado cóndor que venció las cimas del Trentino.