Querida, respetada y asustadora señora, no fue usted la primera en manejar hombres como quien maneja el ganado, sin dejarse caer del caballo y teniendo claro su lugar en la tierra, en su caso en los llanos y los morichales, en medio de los horizontes inacabables y los soles capaces de romper piedras. Mujeres bravas es lo que han dado estas tierras, no sé si debido a las neurosis, a las guerras o a que los hombres no han cumplido como deben. Y no solo en asuntos amatorios sino en no ser capaces de echar hacia adelante, respetando deberes y compromisos, principios y palabras. Mujeres endurecidas frente a la debilidad, la falta de iniciativa y el desorden. Se dice que, como usted, la mamá de Manuel Mejía Vallejo siempre llevó un revólver al cinto para hacer respetar los mojones de la finca y no caer en desvaríos con una picadita de ojo, como bien le pasó a Filomena Alzate, el personaje de don Tomás Carrasquilla, a la que un sobrino le quitó las pertenencias a cambio de ilusiones.
En esto de mujeres duras, recuerdo a La viuda china , la pirata de Borges. Y también a Moll Flanders, la aventurera de Daniel Defoe. La primera, terrible con sus marineros, y la segunda, gran viajera, capaz de beber rones encendidos y partir de un golpe una mesa de baraja. Y no hago aquí una apología de género, sino que pongo de manifiesto el papel de la mujer cuando los hombres no cumplen o se han debilitado al extremo de que resultan mejores las faldas que los pantalones. Para un machista esto es una herejía, para la realidad una solución posible. ¿Qué hubiera sido de Simón Bolívar cuando tenía fiebres y hablaba con las gallinas, sin Manuelita Sáenz? ¿Qué del pensamiento político sumiso sin Hannah Arendt? Esto sin hablar de Golda Meir, la abuela más dulce y decidida de la historia.
Claro que no se trata, querida señora, de legitimar mujeres en estado de excepción como las amazonas, las vivanderas o juanas de nuestras guerras o las soldaderas de la revolución mexicana, a las que Serguei Einsenstein dedica su película Que viva México . No, el asunto es otro: si los hombres, que por tradición han manejado la política y las ciencias, hacemos más mal que bien (los resultados son evidentes), deben ser las mujeres las que tomen la iniciativa, pues es en ellas donde persiste la cultura, la necesidad de conservación y el orden bello. Y por extensión, la vida, asunto que pareciera valer cada vez menos. Pero no se buscan mujeres que se vuelvan hombres (hoy con tanta cirugía no se sabe) sino mujeres con conciencia de sí, capaces de hacer respirar perfumes en lugar de humos. Creo que se puede.
Doña Bárbara, novela del escritor venezolano Rómulo Gallegos y personaje que representa el papel de la mujer en los tiempos de confusión, cuando los hombres pierden el espacio de la dignidad, la palabra cierta y la capacidad de mirar el paisaje, que es lo que más hay en la tierra y ya no vemos. Hay demasiada niebla.
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