Los columnistas del periódico estrenamos foto estos días. No más mentiras con retratos viejos. Así estamos. Aparecemos radiantes unos, relajados, solemnes e informales otros, todos con la sonrisa del ratificado.
Cambiar de foto es como irse a vivir a otro rostro, cambiar de casa, huir de su espejo, desertar de su propia cara, pasar del ateísmo a todos los dioses.
El día que me enviaron fotógrafo me sentí importante. Escogí para la ocasión un bléiser con botones dorados, de serenatero. La camisa fue bajada con horqueta de El Hueco. Costó 15 mil pesitos, pero parece de 100 mil.
Para la ocasión, me rasuré con el invento del señor Gillette de tres cuchillas, para parecerme a deportistas como Federer, Kaká, Woods, Henry. Pero esta barba de eterno proleto de la Calle 92 de Aranjuez prefiere cuchillas baratongas.
Cuando llegó Ricardo, el fotógrafo de Colprensa, me acompañaban mujer e hija. Ambas opinaban. Hasta intentaron construir algún imposible peinado con lo que resta de cabello.
"Sonríe, gordo", me decía mi fugaz asesora de imagen. Levanta un poco más la cabeza, así no, ese fondo sí. No faltó sino la ritual expresión: "Diga whisky". Dicen que la gente queda mal en las fotos porque grita "whisky" en vez de bebérselo.
En los nuevos retratos de los columnistas priman los libros al fondo. O algún barniz ecológico. Si abogados y médicos ametrallan las paredes con diplomas para cobrar más duro, es lícito que los que escriben en el periódico cañen con libros.
En mi caso, clasificó un cuadro del puente de Occidente, pintado por mi señora, que se ve mejor en Internet. Para mí ese puente es nostalgia en oro. El de Occidente es mi ángel de la guarda suplente.
Como me ahorraba 20 años de vejez, estaba güete con el retrato que me acompañaba desde cuando Alberto Velásquez Martínez - también estrena vista- me invitó a soplar cuartillas para la página editorial en 1989.
Pero es hora de ir envejeciendo hasta en las fotos. Con la vanidad no se paga arriendo. Bienvenidas arrugas y el "bien" de Alzheimer, como llama Teresita Franco Ospina a esta forma de entrar anestesiados, casi felices, al olvido.
Mi abuela Amalita Calle no permitía retratos. Creía que perdía algo de su encanto jericoano. Mi abuela materna, Ana Rosa, de La Ceja, era pura vanidad. A los 90 años, cuando sus nietos le pedíamos que nos tomáramos una foto, decía: "Bueno, pero espérenme yo me pongo el brasier".
Ahí les dejo el cuero, o sea, la nueva foto que me hace ver como un cura de pueblo, según comentó un lector. (Dios no lo tenga a su diestra ni a su siniestra mano).
Fotógrafo no da lo que natura no presta. Uno tiene la cara que puede, no la que quiere.
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