Islandia cayó en la bancarrota hace apenas cinco años. Ebrios por un coctel de especulación, avaricia y temeridad, los islandeses se dieron a la buena vida con el aliento de una clase política corrompida hasta el tuétano. En 2006, sus habitantes eran considerados los más felices de la Tierra pese a vivir en una isla inhóspita y gélida. En 2008, un informe de Naciones Unidas identificaba aquel remoto paraje como el mejor lugar del mundo para vivir. Con 300.000 habitantes, sin reservas de moneda extranjera, Islandia llegó a colocarse por entonces como la sexta economía del mundo por PIB per cápita. Los banqueros islandeses, el país más pobre de Europa medio siglo atrás, eran jaleados y adorados cual conquistadores vikingos. Operaban en 20 países y habían comprado grandes empresas en Inglaterra y Dinamarca. Todo el país estaba endeudado hasta las cejas. El mercado inmobiliario galopaba sobredimensionado al precipicio pese a que nadie, ni siquiera los majaderos de la ONU, estaba dispuesto a pasar más de un fin de semana en aquel páramo. En los bares de Reikiavik se consumía champán a 1.000 euros la botella como si fuera cerveza y las cuentas bancarias ofrecían intereses "asegurados" que alcanzaban el 20%. A finales de 2007, los activos bancarios equivalían al 800% del PIB nacional y cualquiera que osara augurar el colapso era tachado de "traidor" a la patria de inmediato. El estallido de la crisis sacudió los cimientos del espejismo y convirtió a los islandeses, de la noche a la mañana, en empobrecidos pescadores. En 2008, la isla de la opulencia solicitaba el respaldo internacional en plena quiebra financiera.
El pasado sábado, los dos partidos que llevaron a Islandia al colapso sumaron el 51,1% de los votos, más del doble que los obtenidos por la coalición gubernamental saliente. La razón de su éxito parece clara: los islandeses quieren regresar a los días de champán y sushi, al espejismo en el que vivían. "Nosotros no somos como el resto de escandinavos, que consideran los bancos como un lugar donde se guarda el dinero. Nosotros los vemos como un lugar de donde se saca el dinero", explica con sorna el escritor islandés Hallgrimur Helgason. El síndrome de abstinencia de los tiempos en que medio país veraneaba en el Mediterráneo, de los 4x4 alemanes y de las fiestas a crédito ha vencido a la austeridad. En España sabemos bien de qué va el cuento.
Un estudio del Banco de la República del pasado mes de marzo asegura que Colombia "puede estar experimentando una burbuja inmobiliaria". Desde junio de 2012 hay "evidencias" en este sentido que se pueden constatar en la fiebre constructora desatada en todas partes, desde la costa a las principales ciudades del país. Las señales aún no apuntan a un estallido inminente porque los niveles de especulación y endeudamiento son todavía bajos, pero marcan una tendencia peligrosa que es necesario amortiguar.
La economía ofrece síntomas de ralentización, como la caída de la producción industrial o la comercialización de automóviles, que advierten del riesgo de que el mercado inmobiliario vaya por libre. El flojo arranque de año apunta a que el cierre del ejercicio dejará unas tasas de crecimiento similares a las de 2012, en el mejor de los casos. Aún son cifras alentadoras, superiores al 4% de incremento de la riqueza nacional, pero dependientes en exceso del tirón del consumo interno, del crédito, del gasto público y del endeudamiento en general.
Colombia se ha acostumbrado a vivir bien, una bendición que es necesario preservar y extender a toda costa. Pero que nadie confunda la prosperidad con el espejismo de la opulencia. No se aficionen en exceso al champán. Para no acabar como Islandia.
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6