La Cruz Roja Internacional ha reconocido oficialmente lo que todo el mundo sabía desde hace muchos meses atrás: que Siria vive una guerra civil.
Lo que nadie sabe es por qué la comunidad internacional sigue deshojando margaritas para tomar una decisión de intervenir en Siria.
Ante el fracaso de Naciones Unidas, y de su enviado especial a Damasco, Kofi Annan, para lograr un cese el fuego, el régimen del presidente Bashar Al Assad cada vez se vuelve más violento y sórdido.
La brutalidad ha tocado las puertas de la capital siria, donde se vienen presentando los combates más feroces y sangrientos desde cuando estallaron las protestas contra el dictador Al Assad, hace 16 meses.
La cifra de muertos ya pasó de 17.000. Tan sólo este fin de semana, las víctimas se calculan en 500, la mayoría civiles que trataban de romper el cerco militar montado por el ejército en su intento por recuperar algunos barrios cercanos al propio Palacio Presidencial. Nunca como hasta ahora, el traqueteo de las armas se sintió tan cerca a los oídos del dictador.
Y eso, en vez de precipitar una salida al conflicto, lo agrava. Que el avance de los rebeldes esté en las goteras de la capital Damasco no sólo significa un desafío mayor para el régimen, sino que demuestra que el triunfo militar de los bandos enfrentados está cada vez más lejos.
En consecuencia, aumentará el número de víctimas fatales y de refugiados que huyen hacia las zonas de frontera, ya de por sí atestadas de ancianos enfermos, niños malnutridos y mercenarios que venden armas y se alquilan para combatir al enemigo.
En medio de semejante crisis humanitaria, no faltan quienes pescan en río revuelto. Rusia sigue cumpliendo con pasmosa religiosidad bélica con la entrega de armamento pesado para el régimen sirio, mientras Irán hace lo propio con grupos fundamentalistas ligados a Hizbulá.
La advertencia de Estados Unidos de que en Siria están circulando armas químicas no obedece a la tímida posición que hasta ahora ha mantenido el presidente Barack Obama, sino a los antecedentes que marcaron la intervención de Washington en Irak, con las nefastas consecuencias políticas y económicas para los centros de poder estadounidenses.
La desintregación del régimen sirio no vendrá por acción de la comunidad internacional, sino producto de su demencia y su barbarie. Y éstas, dados los hechos ocurridos hasta ahora, parecen no tener límites ni fecha de caducidad.
La permisiva diplomacia de Occidente ha terminado por contagiar de manera grave a los países árabes, hasta hace poco fogosos y entusiastas con los fenómenos sociales de la llamada Primavera Árabe, pero atrapados ahora en el mercado negro de sus propios intereses.
La negativa de Túnez y de Egipto a una intervención militar internacional en Siria responde, en parte, a la pregunta que otras veces nos hemos planteado: ¿Por qué sí se pudo hacer en Libia? Y la respuesta es porque Siria no es Libia. Es peor, así la comunidad internacional, hasta ahora, no haya querido entenderlo.
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