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Durmiendo con el enemigo

23 de enero de 2010
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Lucía no se llama Lucía, pero supongamos. Su historia es una más dentro de las estadísticas de las víctimas de abuso sexual, tan viejo como el hombre, sólo que ahora, convertido en dolor de cada día, nos ha estimulado un tris la sensibilidad.

En los tiempos de la Prehistoria bastaba que un hombre hiciera "la señal" a una hembra cualquiera para él "aliviarse". No era necesario que hubiera sentimientos de por medio, el sometimiento de ella era más que suficiente.

Siglos después, superada la señal y algunos otros mitos, el sometimiento sigue inalterable, contra mujeres y niños, de preferencia. Historias como la de Lucía son un caramelo repetido que pasa inadvertido, hasta cuando se vive un drama similar, en carne propia o en la de alguien cercano al corazón.

Lucía nació en una familia numerosa y su padre, un respetado pastor cristiano que pesca almas del infierno cada domingo, a punta de sermones moralistas, fue quien la violó durante mucho tiempo. Era una buena estudiante y practicaba el atletismo. Después del primer abuso, Lucía no sólo se tragó la lengua y se paralizó de pánico sino que se aferró a la negación como mecanismo de defensa. En su almohada, destilando lágrimas luego de cada violación, se reía con amargura de sí misma y pensaba que esa experiencia, horrible por demás, había sido una pesadilla que nunca podría ocurrirle a ella. Cuando venció los miedos y se decidió a contar su tragedia, su madre no le creyó, ¡cosa tan rara! Por el contrario, fue sometida a juicio familiar y declarada culpable de calumnia. Poco después, en privado, la alhaja de papá que le tocó le dijo que eso le pasaba por dormir con "bata", que él qué culpa? ¡Lucía le quedó debiendo!

Lucías hay miles. La de nuestra historia empezó a convulsionar y a enfermarse de todo sin razón aparente. Curiosamente, todas las dolencias las siente en un solo lado de su cuerpo: el mismo por donde su papá se metía en su cama para abusarla sexualmente. Ahora se paraliza cuando alguien mayor se detiene junto a ella y si le hablan no puede responder. El cuerpo se le pone rígido y evita los grupos de personas porque se siente como en aquel juicio familiar donde fue condenada. Terminó el bachillerato raspada, pero jamás volvió a correr por temor a ganar y a recibir el reconocimiento en público. Al miedo no le han puesto edad, ni faldas ni calzones.

Lucía necesita ayuda. Está enferma, del cuerpo y del alma. Ojalá alguien idóneo sienta un toque en su corazón y haga un gesto en mi correo. Lucía y yo se lo agradeceremos por siempre. Favor abstenerse los oportunistas, los necios y los desocupados.

Es obligación no sólo cuidar a nuestros niños sino enseñarles, sin paranoia, a reconocer los riesgos de abuso sexual por parte de extraños, profesores, familiares o amigos. Hablar con ellos de sexo, sin tabúes, ayuda a espantar el miedo y la vergüenza. Pero también hay que escucharlos y, sobre todo, creerles. El enemigo puede estar sentado a nuestra mesa. O debajo de nuestras cobijas, nunca se sabe.

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