Un punto blanco en el fondo de la penumbra, que con los minutos se transforma en una ventana y después en un arco luminoso, es la asombrosa experiencia de 10 minutos que hoy disfrutan los lugareños y turistas que se atreven a cruzar el Túnel de la Quiebra, en un rudimentario vehículo que se desliza sobre los rieles.
Un aire frío en la piel, el susurro del agua que baja por las paredes de la bóveda, alterado por el ruido del aparato, y una moderada sensación de vértigo, acompañan la aventura en la oscuridad.
La travesía se repite con intensidad los fines de semana, cuando acuden los turistas, porque en semana el túnel luce desolado.
Esa soledad se extiende a las estaciones que anteceden su cruce: El Limón, en Cisneros, y Santiago, en Santo Domingo, cuyas estructuras gritan abandono y contradicen augurios de rehabilitación.
Tras un amanecer lluvioso que anegó de lodo la entrada por la primera, dos conductores de motorrodillos departen en El Limón, a la espera de un estudiante o campesino que reclame sus servicios para no regresar vacíos.
Su realidad de un minicoche de dos bancas de madera, impulsado por una moto, contrasta con la época dorada que le tocó a Baudilio Álvarez, quien ha pasado los 57 años de su vida en El Limón. Evoca el tren de lujo que bajaba a Santa Marta y el autoferro que paraba aquí para que sus pasajeros desayunaran, camino a Bogotá.
Tiene vivos los recuerdos del día en que un ferro se volteó saliendo del túnel, que dejó varios heridos, y del incendio de un tren cargado de algodón, en el que murieron los maquinistas y freneros. "Se veían esos paredones rojos desde afuera, no les dio tiempo de salir", dice.
Y en la casa vieja de lo que fue la elegante estación, hoy viven Diana Franco Gaviria, su esposo, dos hijos, tres nietos y una nuera, quienes la habitan hace 17 años.
Cuando dejó de pasar el tren, recuerda, su señora madre conformó un grupo de mujeres que tenía una microempresa de arepas, que luego extendió a confecciones.
Como antes de su proyecto, el inmueble estuvo muchos años desocupado, lo que fue la estación se convirtió en un muladar. "Eso se volvió una pesebrera, a la casa entraban caballos y vacas", cuenta Diana.
Antes de que se fuera al suelo, la mamá de Diana actuó con la Asociación de Mujeres del Cañón del Porce, que se encargó de limpiarla y de techar lo que se había caído.
Tras la corta vida de la Asociación, se volvió a convertir en vivienda, con un mantenimiento mínimo de sus ocupantes, que la asean y cogen goteras, al menos para que no se caiga.
A 50 metros del lugar aún se aprecia la nostálgica imponencia de la "casa roja", como se conoce la edificación colonial de dos plantas donde funcionó el restaurante.
La estructura, que pertenece a un particular, presenta un deterioro extremo, al punto que hace 14 días, a la medianoche del pasado 30 de agosto, se desprendió un pedazo de alerón del techo que causó estruendo y pánico. "Eso fue mucho susto, hasta se dañó la luz, con ese golpe dije: se mataron mis hijos", afirma María Edilma Meneses, quien hoy la ocupa con su familia.
"Esta casa era una belleza cuando la tenía el padre Montoya", cuenta en alusión al sacerdote que la tuvo durante años como sede de la fundación Acarpín, para la rehabilitación de niños de la calle, quien la entregó para continuar con su proyecto en Copacabana.
Ahí empezó la agonía de la "casa roja", una belleza que engaña al apreciarla en la distancia, pues apenas se recorre impacta el deterioro de su techo y la ruina de los pisos de madera de la segunda planta.
Desde su balcón mayor se otea el esplendor de una de las cascadas del río Nus.
Aún se puede salvar ese mirador privilegiado y todos los de su entorno.
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