A veces se le enredan a uno temas inesperados. Como éste -ya con Colombiamoda encima- de la moda masculina. Mejor hablar de la vanidad del hombre -para no irrespetar la encantadora vanidad femenina-, que dejarse atrapar en la insoportable feria de vanidades en que se mueven la política y demás hechos del momento. Valga la justificación de un espontáneo en el ruedo.
Ustedes lo saben: "el hombre, como el oso, mientras más feo, más hermoso". Es un dicho que hizo carrera: entre los hombres, para justificar la incuria y falta de garbo en su figura externa; entre las mujeres, para disimular, con la dulce ironía de la compasión femenina, la desilusión por la belleza imposible del hombre de sus sueños. Con el tiempo la cultura machista se apropió del eslogan y propició el maniqueísmo existente en la historia de la moda, que hizo de ésta una prerrogativa de la mujer, relegando al hombre a simple espectador embelesado ante los cambiantes atractivos del eterno femenino.
El macho, por el temor íntimo de ser y sentirse hermoso, diluyó su vanidad en un mar de prevenciones. Dar pábulo a preocupaciones en el vestir y en los aderezos de la figura era sinónimo de afeminamiento. Vino entonces el horror al espejo, al acicalamiento, a que pudieran los usos del traje resquebrajar la armadura metálica de la masculinidad. Ser macho era ser y sentirse inmune a los caprichos de la moda. La misma palabra "capricho" tenía un toque de despreciativa condescendencia con la hembra coqueta, esclavizada por su toilette, por su vestier, por sus perfumes, por la angustiosa necesidad de estar a la moda. Allá ellas en su calvario de vanidades.
Sin embargo, por los recónditos caminos de la evolución le llegaba a la humanidad el oscuro mensaje de las especies animales en las que el macho es el bello, el mejor dotado, el poseedor de los reclamos sexuales, el mejor "vestido" en plumas y pelambres. La racionalidad, que nos dio la inteligencia, nos hizo perder, además del encanto de la desnudez, el armonioso equilibrio de diferenciaciones de la pareja. Arrojados del paraíso, con la hoja de parra comenzó la guerra de las vanidades entre macho y hembra a la hora de vestirse. Eso que llamamos moda.
Entre el pudor y el pecado, el hombre fue pasando del recato al descaro, de la vestimenta hosca y desgarbada a disimulados refinamientos de elegancia. Por siglos camufló la vanidad en las buenas maneras, en la simple urbanidad. Los colores de sus trajes se hundieron en tonos grises y oscuros. Narciso repudió el espejo. La vanidad masculina en asuntos de moda fue, entonces, y así se transmitió por siglos de generación en generación, una mentirosa expresión de machismo. Si acaso, una estirada elegancia. El macho aceptó, acobardado, meterse en el rebaño. Si alguno rompía la monotonía, se le tildaba de excéntrico, de loco, de feminoide en el peor de los casos.
Confundir la vanidad con la elegancia, la fidelidad a la moda con el simple sometimiento a los protocolos de la vida en sociedad, el orgullo machista con la uniformidad y la pérdida de libertades y autonomía, fue represando las aguas. Hasta que se rompieron los diques. Llegó la revolución del vestir masculino. De los machos acartonados en sus vestidos asépticos (bien planchados sí, pero no más), y que tímidamente sacaban del bolsillo un espejito diminuto para revisarse el cabello (bien peinados sí, pero no más) se ha ido pasando del desabrochado narcisismo de los salones de belleza, al manicure también para los hombres, a las largas sesiones de fisicoculturismo, a ponerse en manos de modistas y confeccionistas. Y a invadir pasarelas, según parece.
Una especie de liberación masculina. Se despertó Narciso. Y ahí vamos -como yo con esta prosa-, haciendo el oso. Que -mendaz consuelo- dizque mientras más feo, más hermoso.
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