Tres golpes fuertes del profesor en la puerta del aula provocan la reacción tantas veces ensayadas con estudiantes de la Escuela de Toribío (Cauca). En un santiamén los niños se lanzan al piso y acostados bocabajo se arrastran a gatas hacia la puerta para ponerse a salvo de las balas en un sitio seguro.
Los profesores se aguantan su propio temor e improvisan un juego infantil que procura mitigar el miedo y mantener calmados a los pequeños, a pesar del peligro: "si hay un hostigamiento nos metemos como topos debajo de los pupitres, y si hay ataque nos toca atravesar rápido el corredor como patos".
Uno tras otro, sobre rodillas y manos, los pequeños cruzan la puerta lateral que tienen los salones de clase, que entre todos forman un corredor que se dirige a la edificación donde funciona el restaurante escolar, a un costado de las aulas, considerado el sitio más seguro por su construcción en cemento y ladrillo.
Ese es el lugar escogido para trasladarlos fuera de la línea de fuego, en uno de los pueblos más azotados por el conflicto armado en Colombia. Como cualquier tarea escolar, los estudiantes memorizaron el ejercicio de evacuación diseñado para protegerlos en un hostigamiento de la guerrilla o evacuarlos en medio de un ataque o un combate entre los insurgentes y las tropas del Ejército.
Los 1.100 alumnos de la escuela conocen las instrucciones de seguridad, desde los adolescentes de bachillerato hasta los más pequeños de la primaria. Como la niña trigueña, de cabello rizado y ojos vivaces, que a sus escasos 10 años sabe diferenciar las situaciones de riesgo y cómo protegerse de los fusiles.
"Ataque es cuando se meten al pueblo y hostigamiento si los malos disparan desde la montaña. Tenemos que salir rápido de los salones y sé que no puedo asomarme a la ventana porque depronto me matan de un tiro", repite de memoria, como si recitara una tabla de multiplicar. Aunque parezca contradictorio con esa cruel realidad, lo hace con la inocencia reflejada en su mirada y su voz.
Lo sabe porque el año pasado y a mediados del presente los niños de su clase se refugiaron debajo de las sillas para estar a salvo de las balas y un par de veces dejaron los salones de clase como les enseñaron, deslizándose sobre rodillas y sus pequeñas manos.
Niños en medio del conflicto
Los niños, jóvenes y docentes padecen la zozobra de convivir en una escuela ubicada entre las montañas de Toribío y a menos de 200 metros de la estación de la Policía. Ese es el objetivo de las balas, los "tatucos" (artefactos explosivos) y los cilindros que con frecuencia lanzan los guerrilleros del frente sexto de las Farc.
Diez años atrás era una edificación común. Ahora es un búnker amurallado, rodeado de trincheras donde los policías vigilan con sus armas empuñadas y la única construcción en pie en tres cuadras a la redonda.
Pero como recuerda la rectora de la escuela, María Helena Santacruz, " varias veces los proyectiles impactaron las paredes de la escuela y una vez hirieron a una estudiante".
Para entender el riesgo frecuente que rodea la institución educativa basta con reseñar que Toribío, ubicado en la conflictiva región del norte del Cauca, uno de los fortines de la guerrilla durante cuatro décadas, ha sufrido cinco tomas guerrilleras desde el año 2000 y más de 650 hostigamientos desde 1984.
Cerca a la escuela hay un paisaje de destrucción. Hace un año y medio (9 de julio de 2011), 160 casas del barrio La Unión fueron destruidas por una chivabomba detonada por las Farc, justo en el día de mercado. Cuatro víctimas fatales y más de 100 heridos dejó el atentado.
Decenas de niños dejaron la escuela al quedarse sus familias sin hogar. Tuvieron que desplazarse a la fuerza y sin nada a municipios vecinos como Santander de Quilichao, donde permanecen aún, pero abandonados a su miseria que empeora.
El día de la chivabomba no había clases, pero varias veces el plan de seguridad se llevó a la práctica y sirvió para mantener a los niños y jóvenes a salvo, como ocurrió entre junio y julio de este año. En esos meses el municipio sufrió por varias semanas constantes ataques de las Farc y enfrentamientos con el Ejército.
El conflicto generó la reacción airada de un sector de los indígenas, que intentaron expulsar de Toribío y municipios vecinos tanto a los soldados, policías como a los guerrilleros.
Durante una semana la escuela cerró sus puertas por las continuas balaceras y entre 30 y 40 estudiantes no regresaron a clases. Sus familias se desplazaron de casas impactadas por los disparos o de las veredas, donde la guerrilla merodeaba para atacar.
Pero el riesgo está siempre latente y por eso la rectora insiste en la necesidad de reubicar la institución a un predio lejos de un objetivo militar de la guerrilla como la estación de Policía. "Pero la Alcaldía responde que no tiene recursos".
Escuela de oportunidades
Cruzando el Cauca, al sur del vecino departamento del Valle se vive otra realidad, tanto social como educativa. La perfecta doble calzada de la autopista conduce a Candelaria, donde el paisaje y el aire endulzan la vista y el olfato cuando aparecen los extensos cultivos de caña de azúcar, esa próspera industria y emblema de la región.
En esa zona sobresale el colegio Ana Julia Holguín de Hurtado, una obra social del ingenio Mayagüez, uno de los más importantes de la zona.
De inmediato se llega al ambiente campestre y al aire puro que respiran los 915 estudiantes de Candelaria, Florida y Pradera, que se educan en esa escuela con todos los privilegios y oportunidades.
De entrada, una mujer elegante, bien vestida y maquillada muestra la casa, estilo colonial, que sirve de dirección y los amplios salones de clase rodeados de jardines y grandes arboles.
Ella es la licenciada Luz Inés Londoño, quien con orgullo relata que el colegio se encuentra entre los 100 mejores instituciones del país por su calidad educativa. En el inmenso predio hay canchas deportivas y modernos laboratorios y salas de cómputo. "Nuestros estudiantes tienen alto rendimiento académico y el colegio se mantiene en el nivel superior, según el Icfes", agrega la rectora.
Mientras explica los beneficios de estudiar en ese colegio y la calidad del profesorado, un grupo de niños cantan villancicos en inglés, pues como comenta uno de los alumnos, "el dominio de ese idioma es importante para prepararnos mejor y tener mejores oportunidades profesionales en el futuro".
Y no es solo un discurso para quedar bien. En los primeros años tras su fundación en 1954, los estudiantes eran hijos de los trabajadores de los cañaduzales, pero luego abrió sus puertas a la población de la zona. Gracias a eso hay niños y jóvenes de veredas a una hora de camino que son recogidos en buses y que estudian con subsidios económicos y planes padrinos.
Para Paola Lozano, jefe de comunicaciones de la Fundación Mayagüez, "eso hace parte de la labor social del ingenio, que permite que un niño del campo pueda tener la mejor educación del país".
Eso es posible gracias a la inversión de la fundación creada por el ingenio, de más de 2 mil millones de pesos en infraestructura y dotación del colegio, además de parte de los 14 mil millones invertidos en obras sociales, entre estas, subsidios escolares y becas universitarias.
En esa zona del Valle del Cauca, con presencia del mismo frente sexto de las Farc, los habitantes y autoridades civiles como los alcaldes destacan que la educación de calidad ha permitido proteger de amenazas como el reclutamieto de menores y la deserción escolar.
Prueba de que el conflicto armado aún significa un riesgo fue el atentado de las Farc el pasado 31 de octubre en Pradera, que dejó dos personas muertas y 35 heridas, la mayoría niños que pedían dulces en las calles de un barrio.
Ese día muchos estudiantes de este municipio, que asistían a clases de carreras tecnológicas que se dictan de noche en el colegio, gracias a un convenio con una universidad, abandonaron las aulas temerosos por sus familiares cuando se extendió la noticia del ataque en su pueblo.
El impacto en la educación se refleja ya en un cambio cultural que afecta la industria de la caña, que sustenta la economía de la región y toca su tejido social. Los estudiantes cada vez se proyectan menos para continuar con el tradicional oficio de cortadores de caña, como lo fueron por décadas sus padres y abuelos. Varios alumnos dicen que sueñan con ser ingenieros, agrónomos, técnicos en sistemas y hasta productores de caña de azúcar.
Jugando a la guerra
La realidad tan cercana del conflicto armado con la que conviven los niños y adolescentes de Toribío, en esa otra escuela menos afortunada y con tantas carencias, es el origen de otros sueños. Pero con menos esperanzas y oportunidades de un futuro mejor.
El ejercicio dentro de las aulas ha logrado, hasta ahora, salvar la vida de centenares de niños cada que resuenan las balas. Pero con los hostigamiento de la guerrilla, la respuesta armada de policías y soldados, el tronar de las ráfagas de fusil y el estruendo de los tatucos, todo se queda en la mente de los niños.
Por eso muchos de ellos, a corta edad y con pocos referentes diferentes, juegan a la guerra y algunos sueñan con vestir el uniforme camuflado y empuñar las armas de la guerrilla o de las tropas del Ejército.
Javier* tiene 12 años, cursa cuarto de primaria y sabe que muchos quieren irse para la guerrilla porque sus compañeritos de estudio dicen que los guerrilleros los seducen en las veredas dejándoles tocar un arma o con ofertas de dinero.
"Otros tienen familiares metidos allá y dicen que cuando crezcan se van a ir con la guerrilla para el monte", dice el niño con la vista puesta en esas inmensas montañas que se elevan detrás de su escuela, justo donde las Farc lanzan sus ataques contra la Fuerza Pública o la misma población civil. Los profesores confirman que más de 10 jóvenes dejaron sus estudios y ahora están en las Farc.
Tanto docentes como la comunidad indígena hacen lo que más pueden para cambiar la historia. En septiembre pasado fue la última vez que el "tehuala" (curandero indígena) llegó a la escuela para "armonizar las energías", mediante un rito que busca ahuyentar aquellas negativas que transmite el conflicto.
Meses antes, la Guardia Indígena había reunido a los estudiantes para intentar que sueñen y jueguen en los descansos sin pensar en armas ni combates. "Fue después de que les recogimos bolsadas de pistolas y fusiles de juguetes hechos con madera y tubos de plástico", recuerda Plinio Trochez, secretario educativo del cabildo indígena del municipio de Toribío.
Pese a sus esfuerzos, la rectora María Eugenia Santacruz cuenta que nuestros muchachos "no tienen buen rendimiento escolar, padecen problemas de aprendizaje que se ven más cuando se incrementa el conflicto y son conflictivos por esa mala influencia de la violencia".
Pero sus armas educativas son precarias. "No hay canchas para el deporte y solo tenemos 19 computadores en mal estado para 1.100 estudiantes y sin internet". Tampoco es fácil que un buen profesor acepte irse a enseñar a un pueblo tan estigmatizado como Toribío.
Esa es la cruda realidad que no solo demuestra la iniquidad social, sino que ejemplifica que en zonas de intenso conflicto, como en Toribío y en los demás municipios del norte del Cauca, la guerra se convirtió en un juego de niños n
* Nombre cambiado
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