Es extraña la libertad que reina sobre Santa Elena. Por lo general, este corregimiento de Medellín mecido por el frío permanece oscurecido por nubarrones. Hoy es un día anormal pero se agradece, las nubes se han trasladado hacia el occidente y las flores se ven como piedras preciosas sobre la hierba.
Santa Elena es un arrume de veredas y jardines que cada año es la génesis de la celebración más tradicional de Medellín: la Feria de las Flores. Aquí no pasa nada de enero a julio, que es cuando llega el huracán de las silletas y aparecen las hordas de turistas, y se ven los armazones de cajas regados por doquier y empiezan los afanes. Ahora mismo faltan dos días para el desfile y en la finca de los Londoño Atehortúa se construyen cinco silletas. Una de ellas que desfilará en la categoría «Emblemáticas», destaca por grande y ambiciosa, aunque por ahora apenas sea un esqueleto de palos y cartones que pretende recrear con cadillo y vira-vira —dos variedades de flores diminutas y coloridas— una bandeja paisa, el Metro, el Metrocable y el Edificio Coltejer, los máximos íconos de esta ciudad.
—Todas las silletas emblemáticas deben tener un mensaje positivo —me explica Juan Guillermo Londoño Atehortúa, silletero, de poca estatura, enérgico y pelo entrecano que usa bigote a lo Charles Chaplin. Su padre, Óscar Londoño, fue uno de los pioneros que en mayo de 1957 recorrieron algunas calles de Medellín con una silleta sobre la espalda, lo que llegó a ser el primer desfile oficial de silleteros. Ahora, retirado, se dedica a dar charlas, a manera de recuerdos, sobre aquellos días mientras posa para las cámaras de los turistas que llegan a su finca en la primera semana de agosto para conocer los secretos de las silletas.
Juan Guillermo va de aquí para allá, arreglando detalles, dando instrucciones como director de una orquesta y se le nota el afán porque el desfile está muy cerca y las silletas están, como se dice por aquí, todavía muy crudas.
—Este año va a ganar una Emblemática, se acordará de mí —me dice
mirando la del vira-vira con forma de aguacate y chicharrón.
Habrá que aclarar que en el Desfile de Silleteros se compite en cuatro categorías: la primera es la «Tradicional», que recoge la esencia del desfile: manojos de flores frescas ordenadas a gusto del silletero sobre maderas desnudas. Una más es la «Monumental», que se diferencia de la Tradicional porque es tres veces más grande, más pesada y más exigente a la hora de la decoración, pues no se hace por manojos sino por flores individuales que deben fijarse una por una. La «Comercial», que con los logos de las empresas auspiciadoras financia este desfile. Y la «Emblemática», que permite formas prediseñadas de personajes, objetos o comidas típicas, siempre y cuando estén acompañadas por una frase positiva.
También se tendrá que decir que esto no se hace de la noche a la mañana. Por eso el afán, por eso nadie puede disfrutar de la serenidad de estas montañas ni del silencio de las nubes. Para hacer una silleta hay que preparar un esqueleto de palos y cabuyas que sirvan de armazón, mientras que un grupo de expertos artesanos diseña las figuras y decide cómo irán las flores. Por lo general, cuando se hacen figuras para una Emblemáticas y o una Comercial se cubren con vira-vira o cadillo. Después de pegadas las flores secas, que pueden estar más de un mes sobre el armazón sin marchitarse, se procede a poner las flores frescas, esas que miran alrededor y que por el efecto tóxico de la silicona y la falta de agua, perecen en poco menos de un día.
El azul del cielo dice que estás allí y la pena de nuestra alma te reclama aquí
Para hacer un buen ramo, señor, lo más importante es comprar las flores adecuadas. Por ejemplo, yo compro helechos, solidiago, rosas rojas, margaritas de varios colores y pompones. Después, a una espuma se le echa agua mezclada con azúcar y limón para que las flores no se mueran y comienza la hechura. Primero el eucalipto, después el solidiago y bueno, lo que venga después. A mí me gustan los girasoles, en especial porque dan vida. Dan luz.
Yo me metí en esto de las flores para dejar de pensar tanto en Óscar, mi hijo. Él desapareció en junio de 2003, un día del padre. Me hizo una llamada y nunca más volví a saber de él. Por allá la Fiscalía me dice que lo desapareció el Bloque Celestino Mantilla de las Autodefensas, que operaba en el Magdalena Medio.
La historia empezó dos años atrás. Él quería ser militar y se fue a prestar el servicio militar, señor. Un año, porque era bachiller. Lo hizo sin problemas. Después le ofrecieron cursos para meterse de escolta. Yo lo apoyé y le pagué los cursos. Óscar estudió para escolta y defensa civil pero en ninguna parte me lo recibieron, señor, entonces consiguió unos amigos y un día me dijo que se iba para Bogotá a conseguir mejor suerte. Eso fue a principios de 2003. Cuando ya se instaló comenzó a llamarme con regularidad. Lo que más me gustaba de Óscar eran sus palabras cariñosas, atentas y consideradas. Después de que mataron a su papá, él quedó encargado de la casa. Las otras tres hermanas se fueron alejando. Yo las extraño pero qué le vamos a hacer, la vida sigue.
Cuando Óscar desapareció, yo sólo lloraba. Lo hacía todo el día, no cuidaba la casa ni las hijas. Además, porque él velaba por lo que faltara y ya no tenía quién me diera una mano. Es un dolor muy grande. Yo me uní a las Madres de la Candelaria para pedir auxilio, pero nadie me decía nada. La última llamada de Óscar la recibí desde Guaduas, un municipio cerquita a Bogotá. Viajé hasta allá pero nadie me dijo nada. Pregunté, cuestioné, averigüé y nadie me dijo algo sobre su paradero. Sólo las cartas de la Fiscalía me dicen alguna cosa, que se repite: «Desaparecido».
En la foto de Óscar que tengo puse una rosa amarilla artificial y una cinta verde. Cada viernes me paro dos horas en el Parque de Berrío a gritar consignas para que devuelvan a nuestros hijos vivos, sanos y en paz. Pero no ha servido. Sigo insistiendo, a pesar de lo que me dicen algunas personas cuando salgo al plantón, que si con gritos pienso que voy a reaparecer a mi hijo.
Ahora saco este moño de flores azules y pelotas amarillas de peluche. Lo mantengo en su cuarto, que conservo igual desde el día que se marchó, allá en la casa del barrio Jardín. Este dolor es muy grande, cómo es posible que exista gente que cause este dolor. Algunas veces para que no duela tanto, me cobijo con su cobija y me acuesto sobre su almohada. No hay justicia en este país. Sí señor, mi nombre es María Gizeth Ruiz viuda de Torres, hago ramos con flores y soy madre de un desaparecido.
Eduquemos nuestros niños para hacer el país de nuestros sueños.
Ya falta nada. En la casa de los Londoño Atehortúa, el estrés llega al tope. Hay un reguero de flores mutiladas por la acción de los artesanos en los pisos. Las últimas silletas en armarse son las Tradicionales. En la parte de atrás de la casa, Juan Guillermo ubica un armazón de madera rústica con evidente forma de silla, atravesado por cuatro cuerdas.
Observando este encuentro de maderas viejas, intento descifrar lo que significan. Comprendo que las silletas son algo más que una tradición, son como el vestigio de los héroes de antaño, cuando hombres y mujeres fundaron este departamento en lugares remotos e imposibles, cuando sacaron la riqueza de la tierra y alguien pensó que esta era la mejor parte del mundo, a pesar de tanta ladera. Alguien interrumpe, en medio de la barahúnda de flores marchitas y silletas vivas y cuenta que esa era la forma de transportarse en los tiempos de la República, cuando lo único que había era caminos de piedras y trochas de fango y que para llevar a las personas de estrato seis a otras regiones del país, estos pagaban a cargueros que utilizaban las silletas para que no se despeinaran una pestaña por esos caminos culebreros. Esa práctica se acabó cuando llegaron las carreteras y los carruajes y entonces lo único que quedó para transportar fueron las flores para los atrios de las iglesias y el mercado para llevar la comida a casa.
Pero Juan Guillermo sólo piensa en su silleta tradicional. Empieza por abajo con ramos de eucalipto que le sirven de follaje, continúa con unas maracas amarillas. A su lado pone un ramillete de pinocho rojo, algo de siempreviva y clavel amarillo. En el siguiente nivel, ya para darle textura ubica un poco de cresta de gallo y las junta con piñas anaranjadas. Sigue con pensamientos y astromelias para que tenga variedad y confirma su teoría con un ramo de puyi y de hortensias. En una esquina coloca varios ramos de estrella de Belén y como si fueran luces sobre el cielo, llena los huecos que le quedan con clavevillas. Y para darle luz, un girasol enorme. La silleta finaliza con aves del paraíso y otras heliconias. —Lo que más importa es la variedad —afirma mientras detalla la que está haciendo.
Resalta el color. Falta medio día y las cinco silletas de la familia están acabadas: dos comerciales, una monumental, una tradicional y la emblemática, su apuesta dura para este año. Ya es de noche y a pesar del frío, Santa Elena hierve, miles de personas no se quieren perder el prodigio de este encanto de colores. Pasan y observan con atención infantil cada una de las silletas expuestas como si fuera una aparición de la Virgen en los corredores de las cuatro casas de esta familia. Juan Guillermo está rendido, el trabajo de un año está listo. Lo que sigue es dormir tres horas y coger camino a Medellín. Como lo hacía su papá, cuando no había caminos, cuando no había Desfile de Silleteros.
Tú recuerdo siempre habitará en nuestros corazones.
Yo habité el camino oscuro. Tenía 14 cuando lo de Villa Tina, hace veintidós años. Allí quedaron mi papá, mi mamá y dos hermanos. Muchos parceros. Cuando vi que la montaña amarilla se vino encima del barrio corrí hacia mi casa pero era tarde. Los saqué por pedazos: la quijada de mi madre, los brazos del papá. De mis hermanos, nada. Los busqué muchos días en esa montaña de tierra amarilla pero nunca los encontré.
No sé qué hubiera sido de mí si mis padres vivieran, de pronto otra cosa. Me hubieran dicho que me portara bien, que estudiara, que no frecuentara algunas malas amistades. Pero no estaban, la montaña se los llevó y al año entraba a la cárcel de Bellavista. Por robarme algo. Ese no era un buen lugar, ahora no lo sé, pero en esos días no era un buen lugar y no había nadie para decirme algo. Sólo las compañías de Bellavista. Volví al barrio. Habité el camino oscuro. Robé durante muchos años, con eso me ganaba la vida. Salía y regresaba con una Toyota y me daban cuatro millones de pesos. Lo hice mucho, era una forma de sobrevivir pero estaba en constante zozobra. Mi diosito es muy lindo conmigo. Me guardó siempre.
Nunca me pasó nada. O sí, pero no sé. Entonces llegaron las milicias. La guerrilla. Invadieron la parte de arriba de La Sierra y querían controlar todo, querían ser los dueños de Caicedo. A mí nunca se me olvidó que las primeras milicias que llegaron a Villa Tina fueron las del M-19 y pusieron las caletas en la parte alta de la montaña. Lo de ese día no fue un deslizamiento, fue una explosión ¡pum! y se vino todo. No se me olvida. Necesitábamos defendernos. Entonces llegó el bloque Metro y nos defendimos. Y se hizo la guerra.
Yo habité el camino oscuro. Días de zozobra. En el monte todos son animales y la batalla es entre animales. Aquí había mucho personal civil y nos dábamos metralla de cerro a cerro, sin importar que alguien estuviera comiendo y fuera atravesado por una bala. Eran días de incertidumbre, días que no quiero volver a vivir. Después de cuatro años llegó la desmovilización.
Yo le confieso algo: desde el primer día creí en la paz. Yo soy un constructor de paz. Los compañeros de batalla nos convencimos de eso y decidimos sembrar vida. Entonces nos vinimos para este cerro donde estamos. Esto era un basurero, una escombrera maloliente y dijimos que íbamos a sembrar vida. Empezamos a limpiar, a recoger la basura y a llevarla hasta otro sitio y comenzamos con las flores. Yo no sabía nada de eso. Ahora soy un experto, vea, allá están los besos, al lado están las begonias, las durantas, el platanillo, las conchas y los arcillos.
De la nada y no le miento, nos ganamos un concurso de jardines. Entonces decidimos que este iba a ser el cerro de los valores. Y no sólo sembramos flores sino que dijimos que íbamos a hacer alumbrado para diciembre, mostrando los valores. Con varillas y costales hicimos un pato que simbolizaba la felicidad, y los regalos para los niños se los dimos en unos caracoles que también hicimos con costales y que simbolizaban la perseverancia. Todo lleno de luz.
Yo habité el camino oscuro. Yo soy constructor de paz. Entonces me acordé de los que nos habíamos olvidado, los enterrados en Villa Tina. En los días de la tragedia, monseñor López Trujillo declaró mposanto el lugar y cada uno puso una lápida donde antes estaba su casa. Pero nada más. Nosotros decidimos no olvidar. Entonces hicimos lo mismo que en el cerro, un jardín, una capilla y senderos para que la gente lo recuperara. Hace un año, pusimos la escultura de la vida.
Yo habité el camino oscuro. Ahora he vuelto a sentir esa angustia. Las cosas no están saliendo bien. No hay plata para los proyectos, yo tengo que sostener cuatro hijos, pero soy constructor de paz, yo quiero sacar adelante este proceso pero necesito ayuda. En este momento estamos metidos en un plan para reciclar y procesar desechos orgánicos pero nos hace falta ayuda. Yo no quiero volver a los tiempos de la zozobra. No lo niego, habría plata pero habría incertidumbre. Ahora hay paz pero, poco a poco, llega la desesperación.
El niño que toca un instrumento jamás empuñará un arma
Una fila de camiones que traen a los silleteros a Medellín avanza sobre la madrugada del 7 de agosto de 2009. Llegan al puente de Guayaquil. En seis horas comenzará el desfile número 52 de los silleteros, el evento central de la Feria de las Flores. Juan Guillermo está nervioso. Va de familiar en familiar, pendiente de cada detalle: que el vestido, que las cargaderas, que la hidratación. Nada puede salir mal. El orgullo de su familia que habita el Valle de San Nicolás desde principios del siglo pasado, se juega su prestigio en los próximos dos kilómetros y medio. Además, antes del desfile, un jurado pasará por cada una de sus silletas y dirá si son dignas de ser finalistas. Aquí, parece, no importa tanto ganar. Aquí, parece, importa ser uno de los cinco finalistas, que alcance para viajar por el mundo entero. En los últimos dos años, la familia Londoño Atehortúa ha tenido al menos uno de sus miembros en alguna ciudad del mundo mostrando las flores de su finca.
Para escoger una silleta ganadora hay que tener en cuenta dos elementos clave: la variedad y la originalidad. Entre más flores se pongan y mejor se pongan, mejor es la silleta. Dos horas antes de que comience el espectáculo, el jurado calificador se pasea por entre ese camino de flores y examina con rigurosidad cada una de las silletas. Evalúan todo: tamaño, diversidad, estética. Juan Guillermo se emociona, sabe que el trabajo hecho en la silleta de los íconos no tiene pierde y recuerda las mismas palabras que pronunció ante decenas de turistas: «Este año gana una emblemática». Me acerco a Juan Guillermo y le pregunto:
—¿Por qué hacer esto?
—Porque es la tradición de nosotros los silleteros de Santa Elena. Es la
forma de mostrarle al mundo de qué está hecha esta ciudad y esta cultura.
—¿Vale la pena cargar más de ochenta kilos a lo largo de dos kilómetros y
medio de desfile bajo el sol de agosto?
—Vale la pena por el orgullo de ser de Medellín y de ser antioqueños.
Orgullo. Tradición. Con las nubes dispersas, el sol calienta. Gente de todos los colores llega hasta donde las vallas de seguridad lo permiten. Algunos tienen sombrillas, otros sombreros y los de menos recursos, unas viseras de cartón con el logo de un papel higiénico. Todos acuden al borde de la avenida Regional para presenciar, como no lo harán nunca más en el año, un milagro que los hará olvidar lo demás: el hambre, la pobreza, la muerte. Pero el recorrido no comienza hasta que no haya un ganador. Juan Guillermo está impaciente, sabe que el recorrido no es el mismo si no es finalista.
Una cosa es cargar ochenta kilos de flores premiadas y otra muy distinta, tiradas al oprobio por el dictamen de un jurado. Falta una hora. La decisión por fin se toma.
Hoy en tu “cumpleaños” a cambio de un beso, una oración y un por qué te fuiste.
Me impresionan todas las flores que hay aquí. Me impresiona, además, porque no se permiten floreros, eso lo dice un letrero ubicado en todas las columnas: «No se permiten floreros», pero nadie hace caso. A alguien que pasó por acá le escuché decir que esa era la única forma de mantener vivo a alguien. Uno está muerto cuando lo olvidan, dijo el señor.
Pues aquí muchos no están muertos. En la tumba de Joaquín, las flores abundan. Pequeños girasoles de plástico sirven de marco al mármol donde está su nombre. Entonces no parece un lugar donde reina el luto. Parece que estuviera de fiesta y es un cementerio. Frente a la entrada está Leonardo Álvarez. Él vende flores desde hace dieciocho años, nunca falta. Es más, ahora que estamos en Feria, Leonardo es uno de los pocos que se quedan allí. Le escuché decir que la gente no deja de morirse y él vive de los muertos, así estemos de fiesta. De modo que ahí está parqueado con su negocio. También lo he visto pasar, en especial cuando doña Fredonia viene tarde. Ella nunca falta, desde que le mataron a su hijo hace siete años. Religiosamente cada domingo, a las diez de la mañana se acerca al puesto de Leonardo, pide un ramo de botones amarillos y claveles blancos y los trae a la tumba de su hijo. Pero algunas veces, doña Fredonia no puede llegar temprano, entonces la tarea la hace él. Y es cuando escuchamos hablar sobre los tiempos violentos, cuando a este cementerio de San Pedro no le cabía un muerto más y había balaceras en cada entierro.
Las cosas han cambiado. Si te ponés a mirar con atención, puedes ver lugares vacíos. Antes una fila de seis tumbas se llenaba tranquilamente en un día. Y las flores abundaban. Bueno, ahora también podés ver muchas flores, en especial en los sectores donde los muertos son más recientes. Donde la muerte fue más cercana, parece que crece la vida. O las flores. De alguna manera, lo decía alguien que pasó por aquí, la gente quiere extender el recuerdo, quieren alargar la existencia porque la mayoría se fue muy temprano. Recuerdo la frase escrita a mano y pegada en una de las tumbas: «Siempre quisimos lo mejor para ti y nunca pensamos perderte tan pronto».
Y para extender más esa conexión, la gente busca lo que no muera. Al frente de Leonardo, está Katerine Gallego. Tiene 18 años y desde niña vende flores artificiales. Tiene una bonita sonrisa y además vende cintas con frases y moños con la imagen de la Virgen o del Sagrado Corazón. Aquí creemos que son algo ordinarias pero se conservan más. Mi lugar está lleno de flores que ella le vendió a mi mamá, dos días después que me pusieron aquí. Ese día, mamá llegó y todas las flores que ubicaron en el servicio funerario se marchitaron y mamá sabía que no tenía corazón para ver más muerte y compró lo primero que le ofrecieron: una larga fila india de flores anaranjadas de plástico y una cinta violeta con mi nombre escrito en mirella: Jonathan.
El niño que toca un instrumento jamás empuñará un arma.
Juan Guillermo tenía razón: gana una silleta Emblemática. No la suya. Su rostro vivaz se apaga por unos minutos. Ahora tendrá que recurrir a la tradición y al orgullo para aguantar la maratón que sigue. El ganador absoluto es Diego Antonio Londoño Atehortúa, el hermano menor de Juan Guillermo, quien recibe el premio en medio de lágrimas. Su silleta, como casi todas, cumplió con los requisitos a cabalidad, pero fue la frase la que impactó al jurado: «El niño que toca un instrumento jamás empuñará un arma». Las sirenas de las motos del tránsito se encienden y el desfile comienza. Allí, en medio de la multitud permanecen Joaquín, María Gizeth, Prudencia, Leonardo y Jonathan, mientras esta ciudad se olvida de la muerte por unos instantes y empiezan a caer flores del cielo.