Es evidente que pertenece a uno de los combos que se disputan el barrio, no importa que traiga el uniforme del colegio como es debido: camisa por dentro, correa que combina con los zapatos, un peinado aplacado. No importa que en el recreo sea muy popular y que todos lo llamen por el nombre. Cuando dijo que él y sus amigos tienen una pelea con los muchachos del barrio de abajo, todo quedó claro. Son las diez de la mañana y hablamos en una banca. El colegio se inunda de gritos, los adolescentes juegan fútbol en la pequeña cancha, un muchacho le coquetea a una chica rubia mientras le muerde la oreja, un profesor les da órdenes a las parejitas amorosas, a los hombrecitos que se corretean con los puños furiosos por los aires.
Jorge —así llamaremos al joven con el que estoy hablando, que es menor de edad, que está en grado once— cuenta que está amenazado, que no puede pasar tres esquinas más abajo de donde está el colegio porque los muchachos malencarados de esa orilla lo matan.
Y entonces le pregunto a Santiago, el jovencito que acompaña a Jorge, que si es muy difícil conseguir droga en el colegio, por lo menos un cigarro de marihuana, y me dice que sí, que las cosas han cambiado y él ha dejado un poco el vicio. Insisto: ¿Se consigue?. Después de unas risas, de entrar en confianza, me dice que sí, pero que por encargo. Adentro del colegio un bareto de cripa cuesta tres mil pesos; uno de marihuana regular, quinientos. La mandan a traer del centro de la ciudad, porque —dicen— es de mejor calidad y les sale más barata; además; no se compran cigarrillos listos para la fuma sino toda una bolsa de yerba para armarlos de a poco y sacar mejores ganancias.
Más tarde una profesora de ese colegio me dirá que en los baños han encontrado papeletas vacías en las que hubo droga, “casos esporádicos”. Pero en estudios realizados por el Instituto Popular de Capacitación (IPC), cuenta Diego Herrera, su director, identificaron que además del consumo de drogas en los colegios, las instituciones también se convirtieron en centros del microtráfico. Por esto, dice el secretario de Gobierno de Medellín, Jorge Mejía, se planea encerrar los colegios con mallas, “para que no haya contacto con los vendedores”, además de que piensan instalar cámaras de vigilancia.
En la Institución Educativa Gabriel García Márquez, en una oficina que dice Rectoría, hay un cuadro del nobel de Aracataca tirado en el piso, hay papeles sobre papeles y los niños que se arruman sobre un escritorio para revisar cuadernos. La edificación está clavada en la fractura de esa montaña que se divide entre La Sierra y Caicedo, comuna 8, allá mismo donde, desde el año pasado, las balaceras fueron martilleos de todas las noches y el tedio, pan de cada día.
María Margarita Agudelo Velásquez es rectora del colegio hace 19 años y se conoce el sector y el discurso de directiva al dedillo. Se le ve amable, con la actitud positiva que enseñan los libros de autoayuda; después de los años no ha perdido la pasión por la escuela. Y entonces me dice que por el colegio todo va bien, que sus 1.536 estudiantes, aunque registran desempeño Medio en el Icfes y que no se destacan en las Olimpiadas del Conocimiento, son lo mejores en convivencia, no tienen ni un caso de matoneo y el conflicto tiene las puertas cerradas. Si es cierto, tiene razones entonces para estar feliz.
En los pasillos, por los que pasan las niñas con sus faldas escocesas de colores otoño y los muchachos con las sudaderas rojas y las camisetas blancas, no se ven peleas. Algunos estudiantes que se animan a hablar dicen que la guerra entre las bandas hace temblar la montaña y todo el mundo, pero al colegio no, que, como si fuera una suerte de iglesia, está protegido contra todo mal. Aunque después de un rato dos niñas me dicen, mofándose, sarcásticas, que no me deje el morral en la espalda “porque esta es la comuna 8”, entonces me arrebatan el lapicero y se burlan, me dicen que me cuide “porque roban muchos útiles”.
Después me encontraré, en otro colegio de la comuna, a Jorge y Santiago, que pese a todo, cuentan que las cosas en los colegios son tranquilas, que otra cosa es la historia que cada uno trae del barrio, de la casa. Lo mismo me dirá un profesor del Gabriel García Márquez, además contará que la rectora y las autoridades les advierten que no hablen del tema, que si hay comentarios en los salones, evadan la conversación y de esa manera blindan el colegio, se mantienen seguros, lejos del fragor de las balas, que es cuando la montaña tiembla.
Hace unos días a Diego lo dejó el bus —uno de los que la Alcaldía de Medellín tiene para recoger a los estudiantes que no pueden caminar entre barrios por las amenazas de los combos, impuestas tácitamente con las llamadas fronteras invisibles—, pero no quiso perder clase, así que emprendió la caminata. Faltaban un par de cuadras para llegar a la Institución Educativa Eduardo Santos, en la comuna 13, y unos hombres en motocicleta lo interceptaron, se lo llevaron a una casa, necesitaban investigarlo. El joven —apenas un muchacho de 14 años—, pidió que no lo mataran. Había que esperar. Le tomaron una foto, le pidieron todos los datos: nombre, tarjeta de identidad, teléfono, dirección, nombres de los padres, colegio, todo. La información la enviaron por Blackberry —cree que al patrón— para saber si lo mataban o lo dejaban pasar, pues infringió la ley de esas calles privadas por la autoridad de las pistolas. Llegó al colegio ciego de rabia, lívido, agresivo.
Pudo ser el sexto. Sumarse a los cinco estudiantes del colegio que han sido asesinados en los últimos dos años; paralelo a la lista donde están los nombres de los 20 egresados que Manuel Antonio López —rector hace 19 años de la institución— tiene anotados en un cuaderno de tapas verdes bajo un título que cuenta los exalumnos asesinados en los últimos tiempos, y de los que —dice con algo parecido al dolor— han asesinado cinco este año .
Cuando Manuel Antonio habla sumerge la cara entre sus manos enlazadas, mete los dedos entre su cabello, y es ahí cuando cuenta sin mirar, cabizbajo, que solo este año 320 muchachos han abandonado el colegio, más del 90 por ciento por el conflicto urbano. Se fueron amenazados, una amenaza personal o a la familia, no importa, se fueron amoratados de miedo para otro barrio, para otra ciudad.
El colegio Eduardo Santos tiene capacidad para atender a 2.300 alumnos y ahora no son más de 1.880. Manuel no cree que la cifra vaya a crecer, no a estas alturas del año escolar cuando el primer semestre está pasando, aunque si el conflicto arrecia en otra comuna habrá desplazamiento intraurbano y con él la llegada de las familias. Entre las estadísticas que revela el cuaderno de tapas verdes, se dice que se han ido 52 estudiantes de séptimo; 45 de octavo; 37 de noveno y 42 de décimo. Aunque la Secretaría de Educación de Medellín no tendrá cifras de la deserción escolar sino hasta mitad de año —cuando el Ministerio de Educación dé el reporte— , el IPC dice que el 4,4 por ciento de los estudiantes deja el colegio, la cifra oficial de 2012 fue de 3,8. Al 15 de marzo Medellín contaba con 302.431 estudiantes en colegios públicos.
La última vez que asesinaron a un estudiante del Eduardo Santos fue el pasado 9 de marzo, sábado de ese fin de semana oscuro, como de otra época, en el que 32 ciudadanos fueron asesinados en el Valle de Aburrá. Uno de ellos fue este muchacho moreno, Sergio Esteban Arcos Solarte, de nariz achatada, peinado disímil, 16 años, estudiante de grado once que el año pasado estuvo tres de cuatro bimestres en el cuadro de honor de la institución, muerto a bala al frente de su casa, en un pequeño parque donde hacía ejercicio cuando finalizaba la tarde. Su historia está escrita en una cartelera en la fachada del colegio, hay flores amarillas y su foto, los estudiantes pasan y leen, y se sientan en el andén a esperar el bus de la Alcaldía, no sea que corran el mismo destino.
El padre de Sergio no tenía dinero para el sepelio. El seguro estudiantil, al que están afiliados todos los estudiantes de la ciudad por presupuesto de la Secretaría de Educación, le dará unos cuatro millones de pesos, pero el trámite es demorado. Así que, ponchera en mano, rector y profesores pasaron por todo el colegio pidiendo dinero, en dos jornadas recogieron un millón de pesos, que fue entregado a la familia para la diligencia. Cuenta Manuel Antonio en su oficina —que parece una cárcel por las rejas que hay en la ventana y porque es un tercer piso aislado, en la que el sol entra como un amarillo rancio por la ventana— que todas las semanas hay un luto en el colegio: un padre asesinado, el mejor amigo de la familia, el hermano que no andaba en los mejores pasos, el señor de la tienda que hacía el fiado. Cada semana hay un luto compartido.
Pero el pequeño Sergio no fue la última víctima, y una semana después de que estuve en el colegio, fue asesinado Juan Pablo Marín, 30 de marzo —sábado santo—, egresado de 2011, estudiante de Ingeniería de Sistemas del ITM. Después de eso, dice Manuel Antonio, con su voz de caverna que suena por el teléfono, once estudiantes más cancelaron matrícula y solo perduran los rumores de las amenazas, de los combos, de las guerras.
Para evitar esas muertes, las amenazas, el cruce de las fronteras invisibles, dice el secretario de Gobierno, Jorge Mejía, se han implementado las rutas seguras, el sistema de seguridad alimentaria y la jornada complementaria, “para que los muchachos no tengan que salir a buscar alimentación, para que usen el tiempo libre en actividades culturales y deportivas”.
Entre el Seminario Bíblico de Colombia y una iglesia evangélica, en Robledo, está la Institución Educativa Villa Flora. No se parece en nada a la Eduardo Santos, menos a la Gabriel García Márquez, en estos últimos los niños hacinados, las paredes pálidas y tristes como fachadas de una cárcel; en el colegio Villa Flora color y buenos espacios, la mano de los obreros que hicieron reformas hace seis años.
Carlos Alberto Maza, el rector —en su oficina espaciosa, bien ordenada, con gavetas para sus libros y papeles—, cuenta que el colegio viene muy bien, que espera que este año no se queden en el nivel Alto del Icfes, quiere que estén en el Superior. Dice que todo, siempre, es muy tranquilo, que los “muchachos” del barrio —ese eufemismo, esa candidez de la mentira a la que nos acostumbramos en Medellín, a decirla, a escucharla— respetan mucho el colegio.
Pero el 21 de febrero no fue así. Ese jueves todo empezó normal para los 870 estudiantes, pero en la mañana los padres temerosos llegaron por sus hijos, pues corría el rumor, y por las redes sociales se pasaba de muro en muro, de trino en trino, el siguiente mensaje: “No se les ocurra venir a Robledo Bello Horizonte y Villa Flora, y mucho menos ir a estudiar a medio día a los colegios de la zona, a las 12 de la tarde se declaró guerra, a partir de las 8 de la noche nadie afuera, de papaya. Por favor no es chiste, no es bueno verlos caer y no poder hacer nada. En serio, cuidesen (sic)”. Y entonces empezó el llanto. Los pocos niños que seguían en el colegio deambulaban por los salones, llorando, temiendo matanzas y el sonido de las balas. Al día siguiente en las aulas, que en jornadas normales tienen más de 40 alumnos, recibían clase 8 y 9 muchachos. Carlos Alberto aún recuerda el pánico de esos dos días terribles, aquella vez sintió que los combos, sin necesidad de las armas, de los enfrentamientos, se le metieron al colegio de la peor manera.
Dice Jesús Sánchez, personero Delegado para los Derechos Humanos de Medellín, que la deserción escolar tiene mayores índices en las comunas 8 y 13, “lo que implica bajos rendimientos, que les vaya mal en el Icfes, por ejemplo”. Dice, también, que —como si fuera un secretoo— el conflicto lo nutren muchachitos —víctimas y victimarios—, “entonces están estudiando y por una o por otra cosa dejan las clases”. Dice, además, que son muchas las denuncias que llegan de estudiantes amenazados, de estudiantes que no pueden ir al colegio porque traspasan una frontera, de padres que quieren otro colegio para sus hijos pero que no encuentran cupos.
Y entonces habla del miedo. Miedo tan ajeno.
Miedo. Sebastián lo conoce. Estudiante de la Institución Educativa Gabriel García Márquez, él sí ve a los compañeros que consumen drogas en el colegio, los que pertenecen a uno y a otro combo, los que profesores y rectora ignoran. A él, por miedo, con sus 15 años bien contados, lo traen al colegio, lo llevan a la casa. Su madre no lo deja a la deriva, a él, con su inocencia en los ojos; a él, viento suave, no se lo puede dejar en el incendio por ahí solo, en ese fuego amenazante que es el barrio. Y entonces me dice —con una risa que más bien es una mueca de angustia— que hasta le da miedo ir a la tienda.