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La escuela del mundo al revés

13 de agosto de 2009
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Me preocupa la "seriedad" que se le ha dado a la discusión, entre la Ministra de Educación y el Magisterio, acerca de la duración de las horas de clase. Mi concepto de la pedagogía me distancia de esa polémica, que considero ajena a los objetivos fundamentales de la escolaridad.

Repasando mi historia, deduzco que no fue en las aulas donde acopié los aprendizajes más significativos para la vida. Las marcas positivas que quedaron pegadas a mi edificio personal, más que a esas actividades definidas en planes de área, que debían realizarse en espacio cerrado, se deben a proyectos vivenciales en los que me retaba a interactuar con otros, crear con otros, a tener experiencias compartidas, proyectos en los que, con el acompañamiento afectuoso de los docentes, fusionábamos aprendizaje y lúdica. Poco recuerdo los contenidos que me impartieron en las aulas, pero mucho las escenas en las que aquellos contenidos, de forma tangencial, se hacían vitales.

Con sobrada razón en las experiencias pedagógicas exitosas, que registra la historia, la dedicación a las clases no es de esencial importancia. Tal es el caso de Dewey, Neill, Montessori, Freinet, Freire, Milani, entre otros, experiencias en las que no es usual que encontremos salones de clase, propuestas que convierten los centros educativos en espacios de investigación, diálogo interactivo y cultura compartida, en las que la tradicional división disciplinar resulta incompatible con sus métodos que, más que centrarse en saberes fraccionados, tienden a la solución de problemas reales, a facilitar el encuentro, a la promoción de canales de expresión.

Es una lástima que hayamos terminado reduciendo el papel del docente a dar clases, cultura difícil de reversar, porque, finalmente, incluso los mismos maestros, terminan creyendo que ese es su rol. Pero la idea de la escuela como experiencia sólo de clases se aproxima a la percepción de la escena carcelaria que denuncia Foucoult, donde reducimos al mínimo la movilidad, la expresión espontánea, la comunicación, y se da, en cambio, el control panóptico y la mera transmisión de la cultura. Con razón, las palabras que utilizan los estudiantes cuando preguntan: "¿a qué horas nos van a soltar?

No pretendo con este análisis promover la eliminación del trabajo de aula, en el que muchos docentes logran adelantar experiencias significativas de aprendizaje, pero sí desinflar el concepto radical de la directiva ministerial que centra allí el sentido de la escuela. Lo de la permanencia en las clases, incluso su número, es asunto que las instituciones educativas deberían decidir con autonomía, sin que afectara su planta docente.

Cada vez encuentro mayor empatía con los aforismos que recorre Galeano en un texto que recomiendo a los maestros y al Ministerio: "Patas arriba. La escuela del mundo al revés".

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