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La hora de Sebastián

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20 de agosto de 2011
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Hace cinco días recibí una llamada. Era Édgar Dávila, Coronel de la VIII Brigada del Ejército, quien se encontraba en el sur del Chocó. Después de un cortés saludo, me dijo que habían capturado a Sebastián, uno de los 17 guerrilleros que actuó como carcelero durante mi secuestro. Inicialmente no le creí, luego me envió unas fotos por correo electrónico y pude comprobarlo.

Sentí frío y por largo rato estuve petrificado frente a la pantalla: los malos recuerdos llegaron a mi mente. En mi libro Años en silencio cuento por qué Sebastián fue uno de los guerrilleros más crueles que conocí. Estaba bajo su mando cuando me fugué con Isaza.

Recién había cumplido yo seis años de estar secuestrado, apareció él, diciendo en forma desafiante que se encargaría de mi vigilancia. Lo hizo durante año y medio. Nunca imaginé que detrás de ese hombre oriundo de Urabá, de piel cobriza y risa estruendosa, se escondía una de las peores personas con las que conviví. Fue él quien me decomisó las botas cada noche, para evitar que escapara.

Unos días más tarde de su llegada, dio orden de marchar. Dije que no estaba en condiciones para hacerlo y su respuesta aún retumba en mi mente: "¡Pues le va a tocar, arrastrado o como sea!". Esa misma arbitrariedad provocaba que sus compañeros lo odiaran. Con sus humillaciones a la tropa, promovió muchas deserciones. Fue Sebastián quien ordenó la muerte de alias Comidita, un niño de trece años a quien sancionaba continuamente por robarse la comida. En su intento de desertar, fue degollado con un machete.

La marcha inició y tras varios días de camino endureció su posición hasta el punto que debí pedirle un descanso. Como sus respuestas eran a gritos, le dije que no me alzara la voz, que yo estaba enfermo y, además, llevaba seis meses marchando todos los días con la ropa mojada.

Se enfureció. Con su mirada inquisitiva, me dijo que si él oía un tiroteo lo primero que haría sería fusilarme. Así que le dije que aquello sería un bien para mí y que le quedaba muy fácil hacerlo, pues uno de sus hombres de guardia podría simular un tiroteo. La relación entre ambos fue empeorando. Una vez en libertad, Isaza me contó que Sebastián le propuso que simularan el tiroteo y que él me vaciaría el rafagazo del fusil. Dirían que era un enfrentamiento con el Ejército. Isaza se negó.

En las noches no me permitía salir a orinar, así que yo recurría a un envase de gaseosa o me hacía en los pantalones. Me sentía una piltrafa humana. Todos los días me echaba en cara la situación de huida en que vivían, la falta de víveres y el agotamiento. "Estamos pudriéndonos en esta selva por culpa de este cucho", le repetía a Isaza delante de mí.

La única vez que advertí humanidad en Sebastián fue cuando su mujer, Mónica, se ahogó en un caño. Me pidió que le compusiera un poema y lo escribí porque ella me trató bien. Fue el primer cadáver que vi en la vida. Estaba envuelta en su cobija, maquillada y con los labios pintados de rojo carmesí. Varias semanas después le entregué el poema, inspirado en la vida campesina de la mujer y su amabilidad. Sebastián me dio las gracias y dijo que lo conservaría porque la había querido mucho.

Después volvió a ser el arrogante de siempre, hasta que me fugué gracias a Isaza. Su furia la pagaron seis de los veinte guerrilleros que me cuidaban. En ese agujero negro de la guerra, Sebastián ordenó fusilarlos. De ese mismo agujero, ahora, lo trajo a él el Coronel Dávila. La diferencia -por suerte para todas sus víctimas-, es que ahora deberá pagar sus atrocidades.

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