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La reacción católica

  • Humberto Montero | Humberto Montero
    Humberto Montero | Humberto Montero
01 de noviembre de 2010
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A los cristianos, en especial a los católicos, nos están comiendo crudos. Como sigamos así, agachando la cabeza -acomplejados o cobardes-, acabaremos siendo pasto de leones otra vez. Parece que se ha impuesto la moda de la transigencia con toda clase de confesiones por muy peculiares que estas sean, menos con la en cabeza del papa de Roma. Lo más "cool" es atacar despiadadamente a la Iglesia Católica con cualquier pretexto -el favorito en los últimos años es el de la pederastia- sin siquiera pararse a pensar que cualquier católico es parte de esa Iglesia. Que conste que no soy precisamente un "meapilas", pero como me zurran tanto cada vez que me declaro católico, me estoy reconvirtiendo en un cruzado de los de yelmo y espada en alto. A la fuerza ahorcan.

La última la he tenido hace unos días. Estaba cenando plácidamente junto a un grupo de compañeros en un bonito local de Pnom Penh, la capital camboyana, cuando sin venir a cuento a uno de los comensales, veterano fotoperiodista, le dio por sacar la artillería contra el Vaticano. Comenzó ciscándose en Benedicto XVI, "un iletrado neonazi defensor de la Inquisición", luego arreó a los curas (pederastas sin remisión, según sus peregrinas teorías) para finalmente lanzar un furibundo ataque contra los católicos en general, culpables a su entender de todos los males del mundo. La ofensiva fue de tal calibre que no me quedó más remedio que rogarle un poco de respeto, ya que en la mesa se encontraba un católico -quien esto suscribe-, lo que sólo dio pie a que el bombardeo se dirigiera directamente a mi persona. Como uno ya está acostumbrado a batallar en estas lides, saqué también mi arsenal defensivo. Pero por mucho que le hice ver que la iglesia romana es un club privado en el que a nadie se fuerza a entrar, cuyo único objetivo es propagar el bien por el mundo y cuyos dogmas y reglas obligan exclusivamente a quienes a él pertenecemos, sólo logré avivar en él sus deseos de crucificarme por creer en intangibles como la bondad, la existencia de Dios o de una vida más allá de este mundo maravilloso del que no tengo intención de largarme mientras pueda.

El siguiente estadio de cuantos quisieran ver el Vaticano convertido en cenizas es atacar la opulencia en la que vive la curia mientras el mundo agoniza de pobreza. Un clásico. Olvidan que la Basílica de San Pedro y los tesoros que en ella habitan son patrimonio de todos y que hay muchas más riquezas en las pinacotecas del Prado o el Louvre.

Resulta paradójico que cuantos atacan la fe católica, exalten el individualismo y olviden que cualquier grupo humano está compuesto precisamente de individuos que actúan según sus propias pulsiones. Igualmente contradictorio es que los paladines del anticlericalismo sean más que tolerantes con el islam, la prostitución o la eutanasia, por poner algunos ejemplos, y que a ninguno de ellos se le ocurra mentar a Alá, sobre todo si hay un musulmán en la mesa, pero sí llamar puta a la Virgen o cagarse en Dios. Los católicos no somos ni mejores ni peores que el resto de seres humanos. No somos santurrones (la mayoría ni siquiera lo pretendemos) y en ocasiones (se han dado casos) hay auténticos cabronazos de comunión diaria. Pero como caemos nos levantamos, buscando un equilibrio imposible en medio de este adorable caos.

Al final, no me quedó otra que zanjar la conversación de la única manera posible. Un arabesco que me sirve para callar la boca a mis contrincantes en estas confrontaciones ultramundanas. Cuando la cosa se pone fea, me declaro más católico que cristiano y así se me acongojan. Saben que lo tienen perdido. Hay que reaccionar o acabaremos en el Coliseo, devorados en "prime time".

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