En un día como hoy hace 25 años a Lucho Herrera se le metió un animal a la boca que lo hizo gritar. Como tenía la nariz tapada y andaba con los labios entreabiertos, una avispa europea aprovechó un suspiro para picarle la lengua.
"Éste ha sido el tour más malo para mí (...) desafortunadamente me dio una gripa que prácticamente me acabó", dijo delante de una cámara que lo registró semidesnudo en una bañera durante un ratito de descanso del Tour de Francia del 86, cuando no quedó de nada.
Aunque no quisiera, el locutor del programa Efemérides de la emisora local Ondas del Fusacatán está obligado a recordar al ciclista en una semana como ésta, en un mes como el pasado, en un año como el próximo, en lo que le resta de vida.
"Yo no puedo desconocer que tiene su importancia mundial. Está tatuado en la historia, mal haría yo en no reconocerlo", confiesa Guillermo González.
Nunca le dice Lucho. Cuando no alcanza a esquivar el saludo, se alza la boina y le dice: '¿Cómo le va señor Herrera?'. "Es cierto que a todos nos hizo vibrar", reconoce y relata cómo en el 87 los fusagasugueños taparon los huecos de las calles con pétalos de rosa para que entrara sobre una alfombra roja a la tierra que lo vio caer por primera vez de una bicicleta.
"Pero le ha hecho mucho daño a Fusagasugá", remata sin explicar por qué. Tampoco es el primero con el que Lucho no tiene empatía. Desde que empezó su carrera deportiva los periodistas por lo general han rajado de su modo de ser.
En la década del 80 recalcaron que era "ausente del carisma dicharachero", que padecía de "economía de palabras, emociones, expresiones", que poseía "la calma y una parquedad que lo han vuelto famoso" e incluso un diario extranjero, un día después de ratificar que era el mejor escalador del mundo en Madrid, publicó que era "un hombre de pocas palabras que tiene a los periodistas al borde del paro" porque solo decía 'sí' o 'no'.
Titularon entrevistas con sus breves y contundentes frases entre comillas, "Tanta popularidad me fastidia", donde Lucho describía cuánto le chocaba que al finalizar una etapa "la gente le cayera encima, le pegara en la espalda, lo empujara, le quitara la gorra, le sacara el alimento de la camiseta, le robara las caramañolas".
-¿Usted es tan parco como aparenta?- era la pregunta que nunca faltaba.
-Sí. Solo hablo lo necesario- respondía casi siempre.
A sus cincuenta años y luego de casi dos décadas de haberse retirado de las vueltas, los giros y los toures, Lucho declara que uno de los mejores inventos de la humanidad ha sido la rueda de prensa.
"Para que los periodistas no le den más vueltas a lo mismo y no sean tan cansones". En realidad no hablaba "por la misma tensión que manejábamos. Preguntaban antes de una carrera cuando uno estaba asustado. Y después volvían cuando uno ya estaba muy cansado para ponerse a dar lora".
A pesar de sus monosílabos se alcanzó a saber que sus papás eran primos hermanos. Que su primera bicicleta la tuvo a los 15 años y que fue un obsequio de su madre Esther para que fuera al colegio y dejara de ser tan mal estudiante.
Que su padre Rafael era un tolimense que había llegado a la vereda Piamonte de la capital de la región de Sumapaz, en los años 50. Que desayunaba caldo de pata de res cuando niño y que antes de ser campeón de la Vuelta a Colombia, su comida preferida eran los exóticos espaguetis.
Que su animador favorito era Pacheco; su cantante predilecto, Julio Iglesias y la mujer que más admiraba, sor Teresa de Calcuta.
Que en sus ratos libres era aficionado "a las películas de betamax que tuvieran acción y suspenso", que intentó ser sastre, que alguna vez se le juntaron las dos novias en una pizzería, que soñaba con montar un negocio de bicicletas cuando se retirara, que "no tenía ningún amigo en especial", que le gustaba la soledad y que "su gran amigo era todo el pueblo de Fusa".
Aún es de lavar y planchar
En esa época de gloria el silencio de Lucho no era utilizado en su contra. Al contrario, jugaba a su favor y adornaba la imagen que todos tenían de un hombrecillo "humilde", "tímido" y "sencillo".
Ahora lo ven como un "creído" y "orgulloso" que anda en carro de vidrios polarizados. "Sigue siendo el mismo cusumbosolo que cuando puede se hace el güevón para saludar", dice Álvaro Rojas, al que señalan como su mejor amigo.
-¿Verdad que él es como su sombra?- le pregunto a Lucho en el café de Álvaro.
-Pues sí, por eso está así de negro- responde con una carcajada y luego continúa masticando el pitillito con que revolvió el tinto.
-Si él tuviera un sombrero de esos mexicanos se lo pondría para que le tape la cara y no lo saluden tanto- dice Álvaro.
-A veces en la calle cuando le preguntan "¿Usted es Lucho Herrera?", él se sonríe y dice que no, que es un primo. Uno es el que se siente el importante de andar con él.
Álvaro García es otro de los amigos de Lucho que nada tiene que ver con ciclismo y que prefiere hablarle de Diomedes o Dangond, en vez de Fignon o de Hinault. Que no le toca el tema de la separación de su esposa, que lo acompañó al entierro de su padre el año anterior y que brindó con whisky este año cuando cumplió medio siglo de existencia.
A Lucho siempre lo vio pasar al frente de su cafetería como un campeón en el carro de bomberos, cuando llegaba de viaje y se armaban alboradas, las ventas de pañuelitos blancos se agotaban y las orquídeas llovían en el pueblo.
En la medida en que Lucho se fue volviendo parte del paisaje de Fusa pasaba a pie por su local y de repente entraba a probar un tinto con arepa.
-Las probabilidades estaban dadas y los resultados se dieron de una manera natural respondiendo al ritmo de cada uno- relata Álvaro García, refiriéndose a cómo se hicieron amigos.
Y hasta hace poco que lo invitó a darle la vuelta al mar y a hacer un tour por el Festival Vallenato se sintió en un podio cuando Lucho lo recogió a las 5 de la mañana en la puerta de su casa.
-¿Y a Lucho si le gusta el vallenato?
-Pues yo no sé si le guste pero allá no se quedaba quieto-, narra.
-¿Y cómo le va con las mujeres?
-Qué te dijera, desapercibido no pasa.
Un recuerdo opaco
A la estatua de Lucho Herrera ni siquiera se le arriman las palomas. Está en la glorieta de la variante, solitaria, lejana del pueblo y a la vista de nadie.
Está prohibido parquear, recoger o descargar pasajeros y si el turista quiere una fotografía debe cruzar corriendo la carretera para que una tractomula o un bus no se lo lleve por delante.
-¿Cómo está su monumento?- Le pregunté. Alzó las cejas y arqueó sus labios hacia abajo con un deje de indiferencia. -No sé, yo no paso por allá.
En la placa conmemorativa a duras penas se alcanza a leer: "Al hombre que en la cúspide nos eternizó para el mundo" porque una mancha negra fue derramada sobre las letras como si alguien hubiera querido opacar su nombre, su apellido, su recuerdo.
"Esa estatua no es tanto para los del pueblo sino para los viajeros", dice Benjamín, el taxista que se arriesgó a un parte para que pudiera detallar la escultura. -¿Cuál es el malestar con Lucho?- le pregunto.
-Sus negocios. La gente de Fusa esperaba que Lucho fundara una escuela de ciclismo o que construyera un velódromo (...) pero lo que nunca se esperó el pueblo es que fundara dos moteles.
Por cariño, por burla o por desprecio, les dicen los 'moteluchos'. Como nunca hubo una rueda de prensa al respecto le pregunté por esos comentarios.
-¿Y cómo la misma gente que me critica va por allá y yo no digo nada?- contrapregunta Lucho- como dice Cochise, "aquí en Colombia la gente se muere más de envidia que de cáncer".
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