La obra artística es la inmortalidad que al hombre se le ha negado: el arte perdura, sobrevive, parece ser eterno. Eso quiere creer el artista; pero lo cierto es que la humedad entristece los colores, corroe los pigmentos, difumina los rostros, enrarece la creación. Es la triste constatación que hace el pintor y escultor Juan Múnera Ochoa cuando alza su mirada en la Basílica Menor del Señor de los Milagros para detallar las obras que pintó hace solo dieciocho años. Imágenes del Antiguo Testamento, como una Eva con aire antioqueño; o del Nuevo, una virgen afligida ante los pies lastimados y sangrientos de su hijo. Imágenes que de a poquito, unas más que otras, han ido perdiendo el brillo, el color, el aura, en fin, palideciendo ante el rigor del agua y los hongos, que ganan espacio, que devoran la idea de la inmortalidad.
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En la Basílica silenciosa, apacible, resuenan los pasos de los fieles; al fondo reposa, detrás de un vidrio, el icono de esa tierra lechera del Norte de Antioquia que es San Pedro. El Señor de los Milagros, doloroso, con la cabeza grávida, las costillas prominentes, está coronado, bajo un marco dorado. Hasta él peregrinan los fieles, que piden un favor, una ayuda, una mano generosa en este valle de lágrimas.
Los creyentes cuentan que el Señor se hizo pesado para quedarse en ese municipio, el primer milagro que le atribuyen. El 17 de junio de 1774, consta en registros históricos y en relatos que han perdurado de una generación a otra, unos comerciantes llegaron con la imagen y la ofrecieron a la parroquia de la época, 300 reales pidieron por ella; pero la contraoferta de 200 los hizo emprender de nuevo el rumbo con el crucifijo a cuestas. A las afueras del pueblo, los cargueros sintieron que la imagen pesaba tanto que no podían seguir el camino. Ni los campesinos que intentaron ayudar pudieron sacarla y esta solo se volvía liviana si cogían la dirección inversa, de vuelta al poblado del que acababan de salir. Al final, los forasteros recibieron los 200 reales y el Cristo se quedó en San Pedro.
Obras en peligro de perecer
Los peregrinos avanzan hacia esa imagen, 250 años después, en la enormidad del templo, bajo las arcadas que se suceden. Lo hacen por la nave central, bajo las obras del español José Claro, que datan de hace más de 80 años; o ya por las laterales, bajo las vírgenes, los santos, los ángeles de Juan Múnera, hoy amenazados por los hongos. Los cuadros están fijados en el techo, atraen las miradas de feligreses y turistas, quienes a simple vista no pueden apreciar el deterioro.
Pero allí está el daño, en formas amarillas, blancas o negras, solo en las pinturas del artista sampedreño, no en las del europeo; en la manzana que sostiene Eva, en las manos y túnicas de los santos, en los mantos y aureolas de las vírgenes, en la espalda del hijo pródigo.
San Pedro de los Milagros es un pueblo religioso, devoto, de creencias arraigadas, desvivido por el Señor que se hizo pesado para no salir de allí. Pero quizá muchos de los habitantes que van a misa cada ocho días en la basílica ni siquiera han notado que las obras que reposan sobre ellos corren un peligro inminente, están ávidas de restauración.
Carlos Mauricio Olarte, Jairo Enrique Vásquez y Dora Avendaño sí lo han notado, ven con preocupación que una obra de valor cultural y artístico de ese talante, de un artista oriundo de esa tierra, se siga deteriorando un poco más cada día. Por eso se pusieron en la tarea de que sea un tema visible, conocido, que suscite la unión para proteger parte del patrimonio de esa basílica que es santuario y que lleva casi dos siglos de construida.
No se sabe a ciencia cierta cuándo comenzaron los estragos en las pinturas, de doce metros cuadrados cada una. Las goteras se tomaron el techo y el agua empezó a filtrarse hacia la parte posterior de las obras. Con tan mala suerte que las telas quedaron tan finas cuando se pintaron que el líquido se estancó y empezó a causar los hongos.
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La Asunción de la Virgen, El hijo pródigo, El buen samaritano, El buen pastor, La crucifixión, Adán y Eva son algunas de las obras con más daños en la pintura, entre las diecinueve que componen la serie. Deben bajarse para limpiarlas por ambos lados, raspar en las zonas más afectadas y volver a pintar. Es una carrera contra el tiempo que ciudadanos como Carlos Mauricio, Jairo Enrique y Dora creen que está cogiendo ventaja ante la indiferencia o, tal vez, la falta de interés.
El asunto es que aunque el techo de la iglesia fue reparado desde hace casi dos años, sobre las obras recae la incertidumbre respecto a la restauración. No hay fecha ni doliente ni recursos destinados para esa tarea. ¿Hay, en cambio, negligencia ante una labor tan apremiante? Héctor Gonzalo Arango, párroco que lleva tres años al frente de la administración del santuario, cree que ese es un calificativo injusto. Cuenta que cuando llegó al cargo, el 14 de febrero de 2022, encontró una parroquia con el grave problema en el techo. Lo común era ver por ahí baldes, uno tras otro, recogiendo el agua que se filtraba y que, a su vez, humedecía los óleos. Entonces, la prioridad que tuvo en ese momento fue contratar la reparación, alrededor de $600 millones para poner un nuevo techo, con 3.000 tejas de barro, madera nueva, tela asfáltica, cambio de canoas.
El sacerdote es consciente de que las obras están deterioradas por humedad, incluso, desde años antes de su llegada, y sabe, dice, que necesitan una restauración que todavía no ha incluido en sus proyectos para los casi tres años que le quedan como párroco allí. Tampoco da certeza sobre si el mismo artista pueda hacer esos retoques que requiere la obra que él pintó, pero que la iglesia compró hace ya casi dos décadas. El deseo de Juan Múnera es, ojalá, ser él quien cumpla esa tarea, porque nadie más conoce mejor cada detalle de los cuadros, cada impresión, cada inspiración, cada pigmento que los componen.
Tiene personajes del pueblo
Las obras de Juan Múnera suscitan impresiones variadas, quizá contradictorias. Unas son dolor puro, punzante, como la Virgen que se aferra a las piernas de su hijo, laceradas, sangrientas; con la boca entreabierta, los ojos cerrados, la mandíbula crispada, transmite un sufrimiento difícil de poner en palabras. Pero también las hay llenas de color, incluso de calor, como aquella en la que aparece un Jesús de brazos abiertos, que con gesto generoso, sonrisa amplia, acoge al peregrino; es un Jesús resucitado, tiene bajo las costillas la herida que le han abierto los hombres, pero no hay dolor, ni asomo de tristeza, sino una invitación a recibir al Espíritu Santo, representado en palomas blancas.
El artista comenzó a pintar los cuadros por encargo del padre Mario Álvarez Gómez, ahora obispo de la Diócesis Istmina Tadó, de Chocó. En 2003, cuando era párroco de la Basílica Menor de San Pedro de los Milagros quiso completar las dos naves laterales con cuadros en el techo, como los del español que ya adornaban el centro. Él daba los temas, escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento, que Juan Múnera leía en la Biblia para comprender, para quedarse con una impresión que luego plasmaba sobre la tela con pinceladas perfectas, en jornadas de trabajo de hasta 15 horas diarias, con lo que logró sacar un cuadro cada dos meses.
El primero fue El hijo pródigo; el segundo, Adán y Eva; el último, el más afamado, La Asunción: la Virgen subiendo al cielo, cargada por ángeles mientras duerme apacible, cobijada con flores. Esta última está sobre La Piedad, una réplica de la reconocida escultura de Miguel Ángel, traída desde Italia en 1949: la Virgen, sentada, sostiene a su hijo después de la crucifixión. Cuentan que, incluso, una comisión de ese país vino hasta San Pedro de los Milagros para ver de cerca la imitación, que es tan perfecta, porque necesitaban mirar detalles para la restauración de la original, tras el ataque que sufrió en 1972, cuando un hombre húngaro la cogió a martillazos, en la Basílica de San Pedro, donde esta reposa.
Inicialmente, a Juan Múnera lo contrataron para 14 pinturas, pero terminaron siendo 19, inauguradas poco a poco durante los tres años que tardó en completar la serie, que también incluye Abraham, El rey David, Elías, Jeremías, La Nueva Jerusalén, La última cena y La oración de Jesús en el huerto. El pintor llevaba los cuadros enrollados en tubos hasta la basílica y allí las templaban en bastidores de comino crespo, una madera muy fina, para luego colgarlas en el perforado techo.
El proceso artístico tuvo lugar en el corregimiento Santa Elena, en Medellín, donde el pintor vivía con Yolanda Duque, su exesposa. Ella le sirvió de modelo para la Eva, él le rellenaba el traje con cojines para simular un embarazo cuando ni siquiera tenían idea de que en su vientre, para ese entonces, ya crecía un embrión, su primera y única hija, Sara, de quien él tuvo noticias por primera vez justo en esa basílica cuando la mujer le dijo que no podía brindar con vino para celebrar la instalación de los dos primeros cuadros porque estaba esperando un bebé.
No es Eva el único personaje con rostro de persona real. Martha Gutiérrez, “una muchacha de San Pedro que ha sido bonita toda la vida”; Aníbal Tamayo, primo del artista; su padre Javier Múnera; Camilo, su sobrino; Manuela, la hija de Liliana de los Ríos; Wbeimar Múnera, el cantautor; Juan Buñuelo, don Fabio, Alberto Gil, Pedro Nel, Piedad Builes, Sigifredo Hincapié, Marcela Molina. Son por lo menos 15 figuras de personas del pueblo, amigos, conocidos, familiares del artista que están en sus recreaciones bíblicas. Él mismo está en el cuadro de San Pablo. También hay detalles como mazorcas, coles, curubas y papas en pinturas como la de Caín y Abel, porque quiso darle un toque regional, una identidad más criolla.
Una identidad hoy carcomida poco a poco por hongos que no dan tregua; cobijada con un velo de incertidumbre sobre el cuándo podrán bajarse. El párroco afirma que esa indefinición no es por capricho ni por mezquindad, que lo más seguro es que quedará como la prioridad de su sucesor, pero que no se cierra a la posibilidad de que la restauración de los óleos entre en los proyectos de lo que resta de su gestión, que nada le gustaría más en su interés por embellecer una basílica de tal valor cultural, patrimonial y artístico, a la que le caben 1.600 personas sentadas y de pie, que es visitada casi a diario por peregrinos de distintas regiones.
No obstante, lo que algunos califican de “soberbia e indiferencia” él lo sustenta en el uso medido de los recursos, porque tiene otras prioridades. Además de arreglar el techo de la basílica, priorizó la construcción de la capilla de la vereda El Tambo, que costó $1.350 millones; la construcción del oratorio en el lugar donde se erigió hace años un monumento para recordar que allí fue donde el Señor de los Milagros se hizo pesado, que costará unos $700 millones; y la construcción de una capilla en honor a María Auxiliadora, en el barrio Los Encenillos, que tendrá una inversión de casi $3.000 millones.
Mientras tanto, Juan Múnera espera que algo cambie desde su estudio en San Pedro, a donde volvió a vivir hace 14 años, donde se dedica a experimentar con la creación de mosaicos, una técnica nueva con la que seguirá ampliando su obra, que también ha nutrido con esculturas como la de Tomás Carrasquilla que reposa en el municipio de Santo Domingo; donde sigue pintando lo que se le ocurre, para alimentar su obra, que además puede verse en los once cuadros que tiene en la iglesia de Cañasgordas, en la Batalla de Chorros Blancos, en la Asamblea de Antioquia, o el cuadro de La transfiguración en la Basílica Metropolitana de Medellín.
Espera desde la tierra donde, apenas con cinco años, supo que el arte era lo que quería hacer, cuando dibujó a mano alzada un mapa de Colombia casi perfecto; donde esculpía figuritas con la masa de maíz con la que la mamá hacía las arepas y que luego también asaban para comérselas. A nadie como a él le duele su obra. Nadie entiende más la idea de la inmortalidad en riesgo de ser devorada. Por eso, sigue esperando, levantando la mirada al techo mientras camina por el santuario que alberga a un Cristo que él dice, creyente como es, que le ha hecho varios milagros. Tal vez espera que poder restaurar sus pinturas sea uno más.