A sus 95 años de edad, Nelson Mandela, "Madiba", como lo llamaba su pueblo, alcanzó la inmortalidad. El presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma, quien dio la noticia al mundo, dijo que había muerto "pacíficamente" en su casa de Johanesburgo. El hecho se convirtió en noticia mundial y, seguramente, interrumpió la agenda de la mayoría de los presidentes del planeta, quienes expresaron su solidaridad al pueblo sudafricano y ratificaron su admiración por la lucha que libró. Cientos de banderas alrededor del mundo comenzaron a ondear a media asta.
Cada uno de sus pasos por la libertad en medio del oprobioso régimen del apartheid contra el que luchó, algunas veces con ideas de paz y otras, transformado en un león o un guerrero africano, transcurrieron en el filo de la muerte.
Pudo disfrutar de un mundo de comodidades, pero su fuerza interior lo llevó a abandonar la universidad de Fort Hare, en los años 40, para fundar la Liga Juvenil del partido Congreso Nacional Africano junto a Oliver Tambo y Walter Sisulu para luchar contra la segregación racial.
Su espíritu rebelde lo convirtió en uno de los inspiradores de la resistencia armada al apartheid, lo que lo llevó a la clandestinidad y luego a la cárcel, acusado de delitos capitales en el Juicio de Rivonia en 1963. "Esto es una lucha del pueblo africano, inspirada por el sufrimiento y la experiencia. Es una lucha por el derecho a vivir. Mi ideal más querido es el de una sociedad libre y democrática en la que todos podamos vivir en armonía y con iguales posibilidades (...) Es un ideario por el cual vivo y espero conseguir. Pero, en caso de necesidad, señoría, es un ideario por el cual estoy preparado para morir", dijo al juez antes de escuchar su condena.
En 1964 fue condenado a cadena perpetua y enviado a morir a la prisión de Robben Island, una pequeña isla. Estuvo rodeado de tiburones y guardianes con récord de muerte en aquellas aguas.
La prisión y la celda diminuta que le impusieron como infierno no lo doblegaron. Contrario a enloquecer o suicidarse para escapar del infierno, como lo hicieron muchos de sus compañeros de lucha, Mandela pasó sus días, sus noches y los castigos a que era sometido meditando, puliendo su espíritu rebelde, templando el acero de sus convicciones hasta lograr aquella sonrisa, sabiduría y serenidad a toda prueba, con la que asombró a sus enemigos y maravilló al mundo.
Durante el encierro, Mandela desapareció del imaginario colectivo en Sudáfrica pero en la década de 1980 se convirtió en la cara del movimiento internacional contra el apartheid.
En uno de los momentos más terribles del genocidio contra el pueblo sudafricano, la historia cambió y el régimen y sus enemigos comenzaron a ceder. F.W. de Klerk, el último presidente blanco de Sudáfrica, en otro milagro, levantó la prohibición contra el ANC y otros movimientos de liberación, el 2 de febrero de 1990, y Mandela salió de la cárcel.
En 1994 el reo condenado hasta la muerte se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica y luego, en una suerte de redentor y esperanza por la reconciliación de todos los pueblos y razas.
Estar frente a Mandela era rodearse de una energía transformadora, dicen personas del común e incluso grandes mandatarios que gozaron de estos encuentros. Siempre estuvo activo, sus últimos años fueron de luz intelectual y espiritual. Sudáfrica y el mundo se paralizaron ayer con la noticia.
Seguramente su pueblo, fiel a su pensamiento, marcará su tumba con el epitafio que él escribió: "En mi último día quiero saber que aquellos que quedan atrás dirán: "El hombre que yace aquí cumplió su deber por su país y su pueblo".
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