Esa Dora Ramírez tiene una prioridad en la vida: el baile. De niña bailaba con su hermano, León, en Montecarlo, la finca a la cual los llevó a vivir su padre, en Granizal.
"A esa casa entre el monte iba un hombre a quien mi madre, Carolina, experta en poner sobrenombres, le decía Caracucho. León y yo le pedíamos a él: 'enséñenos a bailar el tango Apache'". Ése fue su primer profesor. Y le fue tan bien enseñándoles, que ganaron un concurso en el Club Campestre. "Les encantó cómo yo cerraba los ojos en los desmayos". Ella recibió una caja de acuarelas.
Y como ocurre con las prioridades, ésta se convirtió en necesidad vital, igual que el agua o el pan. Pero, así como sus piernas, por turno, forman ganchos para engarzarse en las de su compañero de baile, esta prioridad se enganchó con otra: el tango. Se fusionaron en una sola.
Lo descubrió gracias a su padre, José Ramírez Johns, quien en su almacén -cuyo nombre estaba compuesto por sus dos apellidos- distribuía discos de 78 revoluciones por minuto.
"Quien llega al tango, en él se queda -dice Dora como si no hablara de un género musical sino de un lugar donde caben muchos-. Para mí, el tango es la perfección".
Dora habla en su casa silenciosa, situada en un rincón envigadeño, muy cerca a Medellín. En ella, poco tiempo le queda para oír tangos, ni nada. Entra y sale para cumplir sus compromisos en universidades, academia de baile y teatros. Se queda un rato a dictar alguna clase de pintura. Y en su conversación aparece que la música argentina fue uno de los factores que la unieron a Manuel Mejía Vallejo, quien después se convertiría en su yerno. "Cuando Manuel apareció, el Sol se detuvo para siempre". Estuvo más de 40 años queriéndolo en silencio. Y con Manuel, otros personajes del arte. El periodista Óscar Hernández Monsalve, por ejemplo. Y detrás de Óscar, otros más que éste conocía por haberlos entrevistado para El Correo. Los cantantes Raúl Garcés (Pero estoy lejos de ti/ sin saber cómo estarás...) y Óscar Larroca, o el bandoneonista Negro Mora. Hacían tertulias en su casa -en ese tiempo vivía en el Centro-, en las cuales hablaban de todo hasta la madrugada. "¡Y cantábamos también de todo!", dice Óscar, quien agrega: "Dora es inteligente y cordial; es la octava maravilla".
"Claro que me acuerdo de esas tertulias -se apresura a decir Adelaida Mejía, la nieta bailarina. Mis hermanos y yo, de niños, nos dormíamos oyéndolos hablar y cantar".
"Dora lo hace mejor bailando tangos que caminando", comenta Johnny Blandón, director de la Academia Candombe, quien ha sido su profesor durante 12 años. "Pero más que profesor, su amigo y compañero de baile. Juntos hemos ido a presentaciones en escenarios de América y Europa. A veces creo que sé más de ella que sus hijos y nietos". Blandón cuenta que esa Dora tiene cuerda para rato. Una noche, después de bailar en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, los bailarines de la compañía dijeron que irían a una de las carpas que la organización dispone para los artistas, con comida y bebida gratis, al ritmo de la música discotequera. "No me boten", dijo ella, quien bailó hasta las seis de la mañana, tomando apenas agua porque, eso sí, ella toda la vida ha encontrado la embriaguez en el arte y la conversación. Blandón dice algo más: "estoy conformando un nuevo grupo, Color y Tango, y Dora va a estar ahí".
Vida de colores
Esa Dora Ramírez tiene una prioridad en la vida: la pintura. En su casa todo grita arte. Son gritos de color y muy alegres emitidos desde cuadros grandes y pequeños que tapan las paredes, de tal modo que uno debe hacer esfuerzo para saber de qué color están pintadas. Toda su vivienda es un taller. Por eso ella, cuando pinta -ya no tanto porque el baile... no, el tango... el baile se la está robando del todo- lo hace en cualquier parte. En especial cerca del patio, presidido y asombrado por un magnolio, uno de sus más grandes orgullos.
Conocida como precursora del arte pop, esa Dora no usa colores: ¡ella es utilizada por éstos! Para usarlos, "olvida" la teoría y se deja llevar por la emoción. Si un color la llama, lo toma y listo.
"Siempre que voy a las casas, yo no miro tanto a la gente como el color de las paredes. De niña fuimos a la de una parienta lejana y vi un cuadrito miniatura, en que había pintado un ramito de flores muy colorido. Dije: ¡qué es esta belleza!".
Cuando pintó a Gardel, sonriente y peinado como siempre, entre las llamas, un crítico le dijo que le faltaba la angustia. "Estuve todo el día tratando de ponerle angustia, pero, después de mil ensayos, dije '¡qué cuentos de angustia!' y lo dejé como estaba".
Ahora, "mi abuela pinta más con los pies", sintetiza Adelaida la inclinación de la balanza hacia el baile.
Después de tanto hablar, creo que esa Dora Ramírez tiene una sola prioridad: la vida. Ella lo ha dicho: "prefiero pintar menos y vivir más".
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