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Misión cumplida

09 de septiembre de 2009
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En la muerte de un misionero, como el padre Gustavo Vélez Vásquez, tal vez no haya mejor epitafio que la expresión que sirve de título a esa columna: Misión cumplida.

La desaparición de nuestro admirado Calixto nos deja, a quienes lo conocimos y fuimos cercanos en la amistad, en sus desvelos apostólicos y en su ejercicio periodístico, una tristeza honda, pero no angustiada o rabiosa contra el destino, y, mucho menos, contra Dios, sino iluminada por la luz serena de la fe y de esa esperanza que él siempre predicó, en su conversación diaria, en sus actividades pastorales o desde el inolvidable púlpito de papel que fue durante más de treinta años su columna " Tejas arriba ".

Era un hermano para todos. Tal vez ese haya sido su secreto, su carisma. Su sacerdocio tuvo siempre un tono de fraternidad que lo despojaba de distancias reverenciales para colocarlo en el nivel humano de la enriquecedora y consoladora compañía de un hermano. De ahí irradiaba la respetuosa y sobria simpatía de que hacía gala, su espíritu de servicio, su atención sin cálculos a las necesidades y angustias de cada uno, su generosidad para entregar todo su tiempo al consuelo, la ayuda y orientación de una feligresía no circunscrita a una parroquia geográfica, sino que la configuraban los lugares y los corazones que lo buscaban. Fue la suya una atención pastoral sin horarios ni honorarios, sin asignaciones ni delegaciones oficiales, surgida sólo de una urgencia de amor pastoral que no cabía en esquemas.

Que eso es ser misionero. Siempre admiré el cariño y el convencimiento vocacional con que hablaba de su instituto, los Misioneros de Yarumal; la admiración y respeto con que se refería a Monseñor Builes, el fundador, y a todos sus compañeros de congregación; del fervor y entusiasmo con que me comentaba sobre los lugares en los diversos continentes en donde ellos realizan su misión "ad gentes".

Fue, entre nosotros, el pionero del apostolado en los medios de comunicación: en prensa escrita, en revistas, en radio, en televisión, en Internet. No hacía nunca alarde de ello ni nunca buscó reconocimiento. Fue el gran misionero de la comunicación y -me atrevería a proponerlo- creo que el episcopado colombiano debería otorgarle, de forma póstuma, el premio "Inter mirífica", con el que la Iglesia honra a quienes se destacan en el campo de las comunicaciones. Aunque a él no le gustaban honores. Por su humildad, repudiaba alabanzas y loores empalagosos.

Conservo un gratísimo y agradecido recuerdo del padre Gustavo. Hablaba a menudo con él, sobre todo telefónicamente. El año pasado, al cumplirse en octubre los 30 años de la publicación, sin interrupciones y sin repetirse nunca, del comentario dominical del Evangelio en su columna "Tejas arriba" , compartimos en su celda-estudio varias horas de conversación sobre su vida y milagros. Fue una confesión abierta, llena de anécdotas y bien documentada en sus archivos personales, que guardaba con el rigor y la devoción de un monje. Me di cuenta de que el secreto de los logros conseguidos en su misión, la mejor fórmula de su grandeza, fue su consciente rechazo a cualquier asomo de vanidad, su transparente humildad.

Nunca pensé que ese iba a ser nuestro último encuentro. Bueno, el penúltimo. Que el definitivamente último y sin final será al otro lado del silencio, en el límite desconocido de este bosque de la vida, que veo simbolizado en la montaña en que se perdió Calixto y que fue, a mi juicio, un epílogo casi místico para sus desvelos. Los misioneros saben siempre que pueden morir perdidos en la selva.

Lo que queda de tejas arriba, Gustavo, es el cielo, ese cielo estrellado que fue tu última compañía, el único testigo de tu muerte. E intercede ante Dios por quienes, con tu ausencia, nos vamos a quedar más solos.

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