Vigésimo segundo domingo ordinario
"Jesús empezó a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer mucho. Que sería ejecutado y resucitaría al tercer día". San Mateo, cap. 16.
El suicidio lo explican los científicos, no como una búsqueda de la muerte, sino como una forma de liberarse del infierno que se está viviendo. Porque nadie quiere morir. El instinto de la propia conservación viene de Dios y permanece intacto en toda circunstancia.
De allí la perplejidad que experimentamos ante las propuestas de cruz que trae el evangelio. Mucho más ante la muerte, que Jesús señalaba como culminación de su proyecto.
Luego de la confesión de Pedro en Cesarea, el Señor reafirma ante su grupo que próximamente irá a Jerusalén, donde le tomarán preso y le darán muerte de cruz. Un programa poco halagador.
Es cierto que el Maestro termina su discurso, asegurando que resucitará al tercer día. Pero al parecer los discípulos no escucharon esta última parte, consternados como estaban ante la cercana tragedia.
Ninguna religión presenta una respuesta suficiente frente al dolor humano. ¿La razón? Todas ellas trabajan con seres mortales, sujetos a las inclemencias de este mundo y de esta historia. Pero el cristianismo además nos invita a la mortificación y al sacrificio, como caminos hacia una futura felicidad. ¿Tendrá esto lógica?
Cuando los Viernes Santos veneramos respetuosamente un leño, recordando la pasión de Cristo, alguien podría preguntarnos: ¿Tal devoción qué significa?
Quiere decir, responderíamos con cierto orgullo, que avanzamos de este madero hasta la persona de Jesús. Desde su pasión hasta el amor que lo llevó a dar la vida por nosotros. Desde su muerte afrentosa, hasta el gozo eterno de la resurrección.
Por lo tanto un cristiano no busca el dolor por el dolor, lo cual sería una alienación sicológica. Persigue, eso sí, que el amor inunde su vida para luego proyectarse a los demás.
"Porque Dios es amor, dijo el Maestro, y el que permanece en el amor, permanece en Dios". Entendiendo además que vivir en actitud de honradez y de servicio, genera numerosas renuncias.
Así se comprenden los consejos que da el Señor de negarnos, tomar la propia cruz y seguir tras sus huellas. Igualmente la enseñanza de perder la vida, para alcanzar otra más sólida y verdadera.
El pueblo judío tuvo en sus comienzos muy poca claridad sobre el tema del dolor. Lo señaló como un castigo de Dios para quienes habían pecado. Si algún justo sufría, habría que suponer entonces sus pecados ocultos.
Pero llega el libro de Job a iluminar el problema. Su protagonista es un hombre recto, golpeado por el dolor de forma inmisericorde. Lo cual motivó a los israelitas a ir más allá, para entrever que el enigma del sufrimiento no es cosa simple. Algo que viene a clarificarse un poco más ante el dolor de Cristo crucificado.
De otra parte, vale la pena convencernos: Pecar no es algo demasiado agradable y constructivo, como a veces se cree. Igualmente, proyectarnos a los demás sacrificando muchas cosas, trae notables recompensas, aunque de otro nivel.
Además la renuncia que nos enseña Cristo guarda en su interior un elemento secreto y misterioso.
Es el contagio de un Dios que se hizo hombre y aceptó morir en cruz, para probarnos que nos amaba hasta el extremo.
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