El invierno desatado y desastroso, más por el extravío humano que por la naturaleza que es inocente, parasita en todo ese desorden que hemos implantado en los usos del suelo donde el Estado no ha sido capaz de penetrar ni enderezar.
La configuración geográfica que nos tocó no es buena ni mala: montañas tiradas a plomada, como nos lo recordaba Robledo Ortiz. Las del Suroeste por donde se han construido vías sin que paralelamente se protejan las montañas son un buen ejemplo, protección que solo se logra con un estricto ordenamiento del territorio que defina los usos del suelo conforme a las características geoambientales.
Y eso es fácil advertirlo en la llamada Troncal del Café, donde los campesinos siembran plataneras en los derrumbes; café sin sombrío, ganadería en abismos: verdaderas paredes, minando cualquier esfuerzo que se haga.
Tantos recursos debieran ser para asegurar, primero, que no se siga tumbando el monte y haciendo agricultura en terrenos con entera vocación protectora. Y comprarlos para restaurarlos y dejar a los campesinos para que los cuiden en un intento por hacerle el quite al cambio climático.
A nuestro territorio doblemente quebrado por la incomunicación carreteable, frente al fenómeno del "invierno eterno", sólo le cabe ordenar los usos del suelo rural: ponerle sombreros y zapatos a nuestras montañas para que no se disuelvan y nosotros con ellas. Con cabeceras peladas y cuencas sin protección, como diría nuestro inolvidable profesor Yarumo, no tenemos solución.
*del Colectivo Ambiental
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