Estación Foro (como la que hay en Roma), en la que se haría uso de las mejores palabras para argumentar y seducir, enseñar a hablar y crear imágenes dignas en los que oyen, a fin de cuentas el oído es el que determina la certeza de lo que ve. Porque no somos lo que parecemos sino lo que decimos y en las palabras pronunciadas nos hacemos (y proyectamos) una imagen del mundo en que vivimos. La cara se borra en el que habla y queda solo la percepción. Esto lo sabía muy bien Marco Tulio Cicerón cuando se enfrentaba a Julio César o Catilina en los predios del foro al que asistía la multitud para oír tejer frases bien hechas, pronunciar bien y aprender de las ideas que iban a favor o en contra. Ideas que estimulaban, llevaban a la reflexión y permitían profundizar más y mejor en el sentido del debate. En ese foro (el más importante arquitectónicamente fue el de Trajano), la civilización y el derecho tenían sentido y luz.
Pero los buenos discursos de los foros, fundamentados en la retórica (convencer con las palabras más bellas, las de más amable sonido), han venido desapareciendo igual que la música que educaba los oídos. Y ya no hay argumentos (falta escuela) sino amenazas, acusaciones, maldiciones y palabras envilecidas en las que, en lugar de belleza sonora y de pensamiento, aparece lo peor que se puede expresar al referirse a algo o alguien. O, como decía un maestro que tuve de castellano (hoy español), aflora la vulgaridad, la grosería, la lengua de germanías, la algarabía, lo bochornoso, convirtiendo el habla en gruñido, como cuando la especie homínida caminaba en cuatro patas y se angustiaba porque, sin cola prensil, los micos se movían con más agilidad. Fue terrible, supongo.
El derecho, que apunta a que exista la equidad y así, sin envidias ni codicias, los ciudadanos sean amigos, se alimenta de las mejores palabras para que las constituciones, las leyes, las normas, los deberes y los derechos sean asuntos de humanos, de gente que habla y entiende bien. Y el noble ejercicio del derecho es el que propicia la civilización, estado en el que todo se puede decir sin usar formas violentas ni expresiones que demeriten o conviertan en rey de burlas al que habla. Cuatro mil años de ejercicio en el foro y el ágora, en los parlamentos y en los senados, legitimarían las mejores formas de hablar. Pero no sé qué pasa (quizá una forma atroz de contaminación), pero en lugar de discursos coherentes se oyen des-discursos, bulla.
Acotación: un país no son fotografías sino palabras, pues con ellas se expresa un deseo evidente. Y es con base en estas palabras (que vuelan como las del poeta) que se hacen los análisis, las columnas de opinión, se mide el nivel de inteligencia y se crea una imagen. Y a malas palabras no les vale ningún rezo.
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