Somos pura expresión, una especie de verbo en medio de un océano de silencios, y, evidentemente, nuestras raíces están impresas en los sonidos a través del volumen de la vida.
A veces necesitamos releer nuestra propia existencia, cuando menos para recapacitar y tomar aliento. Como dijo en su discurso ante las Naciones Unidas, Malala Yousafzai, la alumna pakistaní a la que dispararon los talibanes por asistir a clase: “Tomemos nuestros libros y nuestros bolígrafos, que son nuestras armas más poderosas”.
Ciertamente, el poder de la palabra es inmenso. Está cautiva en todas las obras impresas, a la espera de una mirada liberadora para que fluya el diálogo y el entendimiento, deseosa de activar esperanzas en un mundo cambiante. Sin duda, estos abecedarios son la materialización de las ideas, de la creatividad humana, de nuestra propia compañía, puesto que nos inspiran reflexión y tolerancia, capacidad de análisis y conocimientos para advertir los mil horizontes de pensamientos que nos circundan.
Con justicia, en 1995, la Unesco proclamó el 23 de abril “Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor”; onomástica que ha de suscitarnos cada vez más fidelidades y adhesiones en esa búsqueda permanente en la que nos movemos, como herramienta de aproximación y puerta de acceso a la diversidad, puesto que son nuestros aliados para difundir ese mundo explorado y el que aún nos queda por explorar, y al que hemos llegado por la literatura. No olvidemos que la letra impresa tiene corazón, imprime nuestros exclusivos latidos. La más bella invención del ser humano habita en los tomos escritos por nuestros antepasados y por nosotros mismos. Con razón se dice que un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma. No es posible vivir sin ellos, forman parte de nosotros hasta el punto de revivirnos la comprensión mutua, con la apertura a los demás y al mundo.
Mafalda, el personaje de cómic creado por el argentino Quino hace cincuenta años, es el estandarte de los actos de celebración del Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor de la Unesco. Nadie mejor que ella, ocupada en cuestiones humanitarias y preocupada por los aconteceres de la vida, para instarnos a la lectura, a través de sus geniales historietas.
Indudablemente, formamos parte de ese libro existencial que nos conecta unos con otros. Bajo este espíritu de realización personal, Port Harcourt (Nigeria), ha sido nombrada Capital Mundial del Libro 2014, debido a la calidad de su programa, especialmente por centrarse en los jóvenes y por su contribución a la mejora de la cultura del libro, la lectura, la escritura y la edición en Nigeria con vistas a incrementar los índices de alfabetización.
En cualquier caso, y si en verdad queremos activar la sociedad del conocimiento, hemos de avivar el amor por los libros, poniéndolos al alcance de todos como una fuerza de sosiego y desarrollo, de inteligencia y paz. La lectura de un buen libro puede ser fundamental para el rumbo de nuestra personal vida; no en vano, hay una interconexión entre el autor y el lector, una mística plática entre el libro que expresa emociones y nuestra propia alma que contesta. Tanto es así que, en tantas ocasiones, vivimos del recuerdo que nos deja un libro, porque es como tener la oportunidad de vivir varias veces.
Un teólogo alemán, Thomas De Kempis, se afanaba en buscar sosiego por todas partes, al final lo descubrió sentado en un rincón apartado, en silencio, con un libro como compañero. Así de fácil.
Es hora, pues, de abrirse a la vida dejándose acompañar por un buen libro, que será el que nos haga más libres. De lo contrario, mejor lo ignoramos, porque no será un libro, será otra cosa.
Lástima que no puedan disfrutar todavía de este manjar los de abajo, los que esperan desde hace siglos una oportunidad, los que se desesperan a la cola de una oficina pública, porque no saben leer o no tienen nada para leer. Ya lo decía mi abuela materna, la que nunca había tenido un libro entre las manos por falta de recursos, tan importante como el pan es un libro para despertar y poder cambiar de vida.