Tuve el privilegio de participar en casa de familia de la directora de este diario, con guitarra y villancicos, en la misa de la pasada noche de Navidad, celebrada por el padre Gustavo Vélez, por todos conocido como el padre Calixto. La verdad, en mi historia he asistido a muchas celebraciones eucarísticas en las que he resultado conmovido, pero aquella fue inolvidable.
Sorprendía la forma como el texto del Evangelio se volvía delgadito, fácil de masticar, en las metáforas y recursos que utilizaba el sacerdote. Entonces, tanto los adultos, como el frondoso kínder de niños y niñas que tocaba maracas y sonajeros, seguíamos palabra a palabra esa doctrina que se tornaba luz de lo cotidiano, de la vida normal y silvestre.
Esa fue precisamente la obra grande del padre Gustavo en su columna, imposible de omitir en las lecturas dominicales. La llamó "Tejas arriba", pero realmente su bagaje rondaba tejas abajo, traduciendo las enseñanzas del Nuevo Testamento a cada una de las escenas de la vida humana. En su pluma la palabra de Dios se tornaba fácil de digerir y un mensaje directo que conseguía renovar los corazones.
Profundo dolor sentimos con el fatal desenlace registrado en la tarde de ayer. Esperábamos el difícil milagro de su regreso sano y salvo. No se dio ese deseo que convocó tantas oraciones. Pero el verdadero milagro ya se había dado desde muchos años atrás: el de quedar como palabra viva en el corazón de sus feligreses y lectores.
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