Es muy común escuchar a los padres decirles a los hijos que deben "tener personalidad", queriendo decir que sean capaces de dar sus opiniones y expresar sus sentimientos con franqueza, sin importarles lo que digan los demás.
Pero para que los niños tengan la seguridad suficiente para decir lo que piensan y mostrarse tal como son, es fundamental que tengan fe en ellos mismos, debido a que confían en sus capacidades y se sienten orgullosos de lo que son.
Sin embargo, ser personas con una gran seguridad personal es, en buena medida, el resultado de la aceptación y la confianza que los padres tengamos en los hijos.
Un niño a quien se le presiona para que sea distinto a lo que es, a que aprenda más rápido de lo que puede, o a que exprese algo diferente a lo que siente de manera que sirva de credencial de nuestros atributos como padres, tiene pocas posibilidades de poder ser quien auténticamente es y le será difícil sentirse a gusto consigo mismo.
Cuando los padres presionamos a los hijos a que sean lo que queremos o a que logren todo lo que soñamos, no les damos el espacio para que desarrollen sus propias características y valoren sus cualidades.
Tener "mucha personalidad" es una característica propia de las personas que son muy auténticas y confían en sí mismos, y no necesariamente de quienes tienen más oportunidades, son más inteligentes, más capaces o más atractivos. Es verdad que hoy la mayoría de los padres trabajamos muy duro para poder ofrecerles a los hijos todas las ventajas posibles para que tengan la preparación y las experiencias que les abran muchas puertas en la vida.
Sin embargo, estas no pueden darles lo que ellos más necesitan para ser personas seguras y orgullosas de sí mismas: autorrespeto, dignidad y valía personal.
Tales atributos, que son los que fortalecen la autoestima de los hijos y nutren su confianza personal, son el resultado de la valoración que emana de nuestra fe en los hijos.
Con razón decía Erich Fromm que "el amor es un acto de fe y quien tiene poca fe en sus hijos, tiene poco amor".
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