Alguien dirá que está enterrado en vida. Él afirma que no, que vivir en esa bóveda le ha dado la felicidad que no pudo hallar en un hogar, abrigado a papá y mamá. A falta de una casa elegante, con lujos y comodidades, tiene su "cloaca", donde duerme, come, ama y sueña, donde fornicó para engendrar tres hijos y en donde su única angustia se la da el río Medellín cuando se crece y lo saca como si se tratara de una rata.
-Ya me pasó una vez el 3 de mayo del 88, todavía no me conocían mucho, pero los areneros sí y pensaron que me había muerto, pero no, salí del agua y aquí está el topo guerriándola pa'rato...-.
Ríe con su risa de calle. Ya no tiene dientes ni arriba ni abajo, sólo dos colmillos casi negros, pero cuando John Jairo Zapata llegó a habitar este hueco, un desagüe de aguas lluvias que da al río al frente del Teatro Metropolitano, estaba enterito. Tenía la dentadura blanca y completa y tampoco se le veían las costillas, como ahora, treinta y dos años después, cuando se le podrían contar, si uno quisiera, esos huesos que le dan la vuelta al tronco.
Pero quién va a querer eso. Mejor oírlo. Mejor sentir cómo esas palabras que pronuncia se las roba el sonido del río, que baja apacible a las once de la mañana, cuando recién se ha levantado y el flash de la ciudad le ha caído sobre el rostro y se lo ha vuelto blanco.
¿51 años?... parece de menos, la verdad, porque la calle envejece más rápido a los hombres. La calle cruel, que es lo mismo que la lucha para sobrevivir a los peligros. Porque Topo se ve arrugado, sí, pero no ajado ni como un vejestorio.
-Es que me la gozo, no me trasnocho, que eso es lo que mata-.
¡Qué va! Él sabe que no. Que otras cosas matan. Y peor, porque asesinan el alma. Él lo sabe porque lo vivió hace 32 años, cuando una pena de amor le ultrajó la vida y lo tiró a la bóveda del río, en la que se hundió para escapar de los recuerdos, de los aromas de esa nena que con su uniforme de colegiala le hacía dibujar corazoncitos con flechas de Cúpido en los cuadernos.
Él sabe que sí. Que si al llegar del Ejército después de prestar servicio como bachiller no hubiera encontrado a Nelsy Ospina, su Nelsy, casada con otro, tal vez nunca habría sido Topo ni nunca le habría tocado ver bajar tantos cadáveres flotando en el río como los que ha visto desde que se metió a rumiar soledad y sentimientos en su cueva.
-¡Eh!, yo a esa pelada la quería mucho, y salir del cuartel a buscarla y verla casada... ¡uy!, muy duro amistá, no pude, me tiré a la calle, al vicio...-.
Es que esas cosas matan. Arrugan. Y ahí no vale nada. Papá, mamá, hermanas y amigos, van a la porra. John Jairo los echó a la porra. Y se hundió en las calles a escarbar el olvido, a espantar el olvido en los recuerdos, que es como se hace para sacarse las penas.
Y pa'que vea, se las sacó apenitas en parte, porque a pesar de tantos años, tiene todo clarito. Y hasta se le aguan los ojos un poquito cuando lo recuerda.
-Esa niña era mi amor desde los once años, yo me fui a prestar servicio ilusionado, nos escribíamos y ella nunca me contó nada-.
Y vea. Ella, que ni se sabe dónde está ahora, si en el reino de este mundo o no, aun ausente le marcó la vida. Lo hizo volverse habitante de calle. Y luego habitante de su cueva, morador de un desagüe, en donde no necesita a nadie más a que a sí mismo, a nada más que a su soledad, tres tablas que hacen de cama, dos cobijas viejas que le sirven de colchón y una colcha de retazos con las que se tapa de las ratas y las cucarachas que lo acechan día y noche.
Pero ¡cuál noche! En su bóveda siempre es noche, siempre es oscuro. Y siempre huele a húmedo, a hueco, a cloaca.
Y ahí se ve, pintado en la pared circular, un letrero que dice Brayan, porque así se llama el hijo menor de Topo, que no vive con él sino con una hermana que siempre lo sonsaca para que vuelva a casa, pero a la que él siempre le responde lo mismo, que lo dejen en su cueva que ahí es feliz.
Tremendos sustos
"Topo" no puso en la pared los nombres de sus otras dos hijas, de Dénis Patricia porque no la volvió a ver, ni del otro porque ni siquiera supo cómo lo puso la mamá.
-Los tres son de mujeres distintas... he sido mujeriego, sí, las peladas me caen, aquí en mi cloaca son mis ajetreos y aquí casi me nace el último-.
Así es. Y ahí, colgado en una cuerda que él clavó en la pared de la bóveda, está un bóxer blanco marca Energy recién lavado. Y ahí, tirado en su camarote de tablas y dos mantas viejas, esta Topo.
Ríe. Risa de calle. Risa que acalla un estruendo que se oye de repente, como si hubieran dinamitado su cueva.
-Es que una tractomula pisó la tapa de la alcantarilla que sale a la carretera, me saca tremendos sustos, pa' qué, no me acostumbro-.
No se acostumbra. Aunque ocurre mucho, no se acostumbra, como casi no se acostumbra al hedor del río, hasta que dejó de oler a infierno porque lo han limpiado bastante, dice.
¡Ay Topo! Topo en esa cueva oscura de un metro de diámetro por 30 de largo a la que a veces él quisiera echarle candela para olvidarse de todo y del mundo.
Pero no lo hará. Y ahí está hundido y sin querer salir, sin querer más vida que esa, esa de meterse, dormir, recordar, volverse a meter y sentir pasar los días sin más sueños ni ambiciones, sólo rogando que algún día no les dé por ponerle tapón al desagüe y el tapón le desagüe la vida y vuelva a ser John Jairo, que es peor que ser nada, porque el Topo, al menos, tiene esa bóveda para vivir, para hacerse viejito...
Pico y Placa Medellín
viernes
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3 y 4