Esté donde esté, mi comandante, sólo espero que esta vez no huela a azufre.
Como aquella memorable sesión en Naciones Unidas, usted recordará seguro. No le perdono haberme dejado sin una entrevista por la que añorarle.
Estuve mil veces a punto, pero siempre me dejó con las ganas de un cuerpo a cuerpo a muerte en el que, seguro, hubiéramos disfrutado ambos. Siempre terciaron otras espadas hoy llamadas a sucederle -Cabello, Maduro o el bueno de Rangel-, pero no eran el peso pesado.
Cual Mohamed Alí, yo quería a Foreman y a ningún otro, para derrotarlo en un Zaire caraqueño imaginado.
Arranqué mi vida profesional -como reportero en América Latina- con su llegada al trono de Miraflores, tras penar por el fallido golpe que dio con Arias Cárdenas, entre el apoyo de buena parte de sus actuales detractores, muchos de ellos exiliados hoy por su desidia.
Tampoco le perdonaré nunca sus mentiras. He visto llorar por culpa de ellas a demasiada gente.
Su muerte no deja una nación huérfana, sino abatida.
Abatida por el tiempo perdido. Por las heridas abiertas.
No ha cumplido usted, mi querido comandante, ni una sola de sus promesas. Prometió sacar al pueblo de la pobreza y, quince años después, los hijos de aquellos que confiaron su futuro a su quimera, a ese socialismo patriotero del siglo XXI, mendigan las mismas ayudas petroleras que sus padres.
Prometió devolverle el poder perdido al pueblo y se olvidó de la otra mitad del país, la que nunca lo soportó, a la que empujó al olvido a fuerza de palos y de insultos.
Nunca gobernó para ellos, para los "escuálidos". Nunca rigió Venezuela entera porque nunca se creyó a sí mismo. No se tomó en serio su mandato, presidente. Se hizo mesías, se equiparó al mismísimo Bolívar y, poco a poco, fue endiosándose con los fracasos. Siento recordárselo en estos momentos, comandante, pero no dio usted una a derechas.
Tampoco a izquierdas. Su liderazgo bufo e histriónico deja un país caótico e ingobernable. Dividido. Polarizado por las migajas que aún le quedan, todas negras y pegajosas.
Las mismas que dilapidaron antes sus enemigos. El petróleo, convertido en castigo y bendición al mismo tiempo. Su tiranía no ha servido para nada.
Ni tan siquiera para templar las calles.
Las morgues de Caracas siguen atiborradas de cuerpos sin nombre que bajan de las comunas, como antaño. Los críos de los cerros tienen hoy un horizonte similar frente a sus casas.
Desesperanza. Sí, mi apreciado comandante, eso es lo que ha sembrado tantos años y ese es su legado.
Un país deprimido, devaluado una y mil veces, al que nadie quiere ir salvo para extraer riquezas de sus entrañas. Me duele en el alma su partida. Porque ha luchado usted toda su vida erróneamente y no pude decírselo a la cara. Lo hago ahora y no me tiembla el pulso cuando escribo.
Ha hecho historia, no lo dudo. Pocos hombres tan tercos han dejado huella. Una huella en forma de herida abierta por la que sangra Venezuela.
Lo encumbran ya algunos, lo mitifican. Pero usted sabe que su figura fue barro pese a todo. Construida a base de artimañas.
Ni siquiera ha cumplido usted con el último de sus juramentos. Juró ante el cielo que gobernaría hasta 2031 y se ha marchado.
Derrotado por el cáncer, comandante, no por sus enemigos. Ni el imperio pudo con usted, con su carisma. El mismo del que se ha liberado un pueblo entero.
Ojalá no huela a azufre nunca donde esté mi comandante.
Y que no se cruce con Bolívar y su espada. No vaya a ser que le sacuda.
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