Parece un cuento de Las mil y una noches, pero no es un cuento. El escenario es Marrakesh, una antigua colonia francesa donde el arte de contar cuentos es una costumbre de raíces antiguas que se remonta al siglo XI. El nombre del país en lengua árabe quiere decir Tierra de Dios.
La historia la cuenta el periodista Richard Hamilton, corresponsal de la BBC en África. Marrakesh tiene uno de los mercados tradicionales más grandes de África y una de las plazas más concurridas. Allí se juntan acróbatas, vendedores de agua, bailarines, músicos y contadores de cuentos. También se venden toda clase de mercancías, desde bebidas afrodisiacas hasta dientes falsos. Por la noche, la plaza se llena de puestos de comida. Parece un gran restaurante al aire libre.
Uno de los más famosos establecimientos de la plaza es el Café de Francia, un lugar donde los clientes van a tomar té de menta o café negro mientras oyen a los contadores de cuentos.
Fue allí donde Richard Hamilton conoció a Abderrahim El Makkouri. Es un hombre alto, con un gorro de beduino del desierto, de ojos pequeños y brillantes, y una nariz prominente. Es uno de los muy pocos “hlaykia” -contadores de cuentos- que todavía existen en Marruecos.
Su oficio es recitar mitos antiguos, leyendas e historias ante la gente que se concentra en la plaza al caer la tarde. Si los oyentes disfrutan de sus relatos le dan unas monedas. La mayoría de sus cuentos no están escritos en ningún libro. Cuando alguien como él muere se lleva sus historias a la tumba. Por eso, la gente dice: “Cuando un cuentacuentos muere, es como si se quemara una biblioteca”.
Abderrahim es uno de los pocos contadores de cuentos que no ha abandonado su oficio a pesar de que la gente que antes se reunía para oír sus historias ahora se va temprano a su casa a ver televisión. En la década de 1970 había en la ciudad unos 18 contadores de cuentos. En 2006, sólo quedaban dos.
Richard Hamilton pasó muchas horas conversando con Abderrahim y grabando sus historias. Quería escribir un libro. Abderrahim esperaba que su hijo Zoheir también se convirtiera en un contador de cuentos. Pero el muchacho no pudo con la fama. El nuevo oficio lo sumió en una crisis nerviosa. Sus padres tuvieron que sacarlo de la escuela.
Hamilton dice que lo que le pasó a Zoheir es una triste metáfora del ocaso del oficio de contar cuentos en Marruecos: el joven se enfrentó a la modernidad y esta empezó a matarlo. El arte de contar cuentos, que tiene más de mil años de antigüedad, no va a la par con el ruido de las plazas de mercado, ni con la televisión. Como a Zoheir, Marrakesh acabó envolviendo y ahogando a sus contadores de historias.
Por eso Hamilton decidió escribir una carta al rey de Marruecos. En ella les explicó a Mohamed VI y a sus consejeros que Abderrahim necesitaba un lugar donde él y su hijo pudieran contar cuentos para salvar del olvido esta antigua tradición.
Hace pocas semanas, Hamilton volvió a Marruecos y encontró buenas noticias: alguien había abierto un nuevo café parecido al Café de Francia donde el arte de contar cuentos está siendo revivido por jóvenes marroquíes bajo la tutela de algunos viejos contadores de cuentos.
“Yo también tengo buenas noticias para contarle”, le dijo Abderrahim. “¡El rey recibió su carta y me ha comprado una casa para que siga contando cuentos!”.