En momentos en que nos llegan las pavorosas imágenes del hallazgo de cientos de cuerpos de jóvenes desmembrados y en fosas comunes, como consecuencia de la guerra entre los carteles de narcotraficantes en México, y en nuestras propias comunas se libra una disputa territorial entre combos delincuenciales por el control del microtráfico, resulta más peligrosa y hasta ligera la propuesta del Personero de Medellín de ampliar la dosis mínima permitida para el porte de estupefacientes.
Si el debate que propone Jairo Herrán, quien es el garante de los derechos humanos en la ciudad, encuentra eco, aunque de entrada generó rechazo, no puede partir de la premisa de que con ello se podría descongestionar las cárceles del país. Nos resistimos a pensar que esa sea la diana adonde apunten todos nuestros males y, menos, que allí esté centrado el problema de violencia, descomposición social y familiar, pérdida de valores y cultura del dinero fácil que ronda el negocio del microtráfico, alimentado en buena parte por decisiones irresponsables como la que despenalizó la dosis mínima por sentencia de la Corte Constitucional, en 1993.
La despenalización del consumo mínimo de estupefacientes ha traído nefastas consecuencias para nuestra sociedad. Dejamos de ser un país productor de drogas para convertirnos en consumidores crónicos, sin que ello signifique que es menos grave que los adictos estén en otros países y no en el nuestro. Somos corresponsables de la tragedia que vivimos y siguen viviendo muchos otros países atrapados en la espiral de las drogas y sus delitos conexos.
Los esfuerzos hechos durante los últimos años, en especial durante la Administración Uribe, por penalizar el porte mínimo de estupefacientes no pueden seguir reposando en las gavetas oficiales y dormir el sueño de los justos, mientras en otros escenarios se promueven iniciativas tan riesgosas y descabelladas como la de aumentar la dosis mínima de alucinógenos permitida.
Los defensores del "libre desarrollo de la personalidad" y del ámbito íntimo del ciudadano parecen vivir lejos de la realidad que afrontan cientos de miles de familias en nuestros barrios, sometidas a la ley del más fuerte, es decir de los que manejan las plazas de vicio, que utilizan a los jóvenes como instrumentos de un sistema perverso y sanguinario, al servicio del lucro ilícito. Las drogas son el combustible de tanta violencia. Algunos de los jóvenes que mueren en las comunas de Medellín son muchachos que son asesinados por sus propios amigos o compañeros de "combo", bajo los efectos de las drogas. Muchos otros fallecen en medio de las disputas por el control de las plazas.
En los últimos años, según datos del Ministerio de Protección Social, la edad de inicio en el uso de sustancias sicotrópicas está en 12 años, y la de alcohol, que es la puerta de entrada a otros vicios, en 10. Y peor, las bandas dedicadas al microtráfico están "regalando" dosis mínima de drogas en los colegios y barrios de Medellín para enviciar a los más pequeños y asegurar el comercio futuro. Una vergüenza.
El debate, así las cosas, no puede estar en el camino de cómo se descongestionan las cárceles, ni si se deja al libre albedrío la decisión de consumir o no drogas. La discusión debe pasar también por ¿qué estamos haciendo en materia de prevención? ¿Cuál es el papel que deben ejercer los padres de familia, los maestros, y la sociedad en su conjunto? ¿Cuáles son nuestros valores?
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