Más allá de la discusión de si los hijos del Presidente actuaron legal o ilegalmente en el caso de la zona franca de Mosquera. O si tiene presentación que los hijos del jefe del Estado anden haciendo negocios multimillonarios así sean legítimos (pienso que ninguna), es bueno analizar otro ángulo del asunto: ¿por qué esa apetencia desmedida por las zonas francas? ¿Cuál es la razón de la valorización desproporcionada de estas tierras a las que se les ha dado vocación de zonas francas?
La razón es simple: el gobierno, creyendo estimular inversiones que probablemente se harían de todas maneras, ha resuelto darle un trato tributario extravagantemente bajo a quien invierta en una empresa catalogada como zona franca (15%) frente a la tarifa de impuesto a la renta que debe pagar una empresa cualquiera que no goce de tan generoso privilegio (33%).
Ya ni siquiera se necesita, como sucedía con las zonas francas originales, que estén ubicadas en recintos cerrados especiales. Ni que se orienten hacia el procesamiento de materias primas que se podían importar sin pagar aranceles con miras a su posterior exportación. Ahora pueden estar localizadas en cualquier ubicación y ni siquiera tienen que tener como finalidad básica la exportación.
Son zonas francas a domicilio, que pagan menos de la mitad de los impuestos que gravan a cualquier otra empresa que no goce de tan pingüe beneficio.
Por eso no es de extrañar que la inversión en las tierras que habrán de albergar las nuevas zonas francas se haya vuelto tan atractiva: para los empresarios, claro, no para el fisco.
Hace más de un año escribimos desde esta misma columna un artículo titulado "Zonas Francas a Domicilio", algunos de cuyos apartes recobran actualidad con el episodio de los inversionistas de la familia presidencial en Mosquera, Cundinamarca.
Tales apartes son los siguientes: "Este nuevo régimen de zonas francas continúa la frenética carrera que trae el país desde hace cinco años, que ha consistido en otorgar a diestra y siniestra gabelas, deducciones, exenciones, minoraciones y en general privilegios tributarios al factor capital. El gobierno ha partido de la hipótesis -que repite frecuentemente- de que ésta es la manera de aumentar la inversión nacional y extranjera.
La inversión, por supuesto, se ha incrementado en los últimos años. Lo que no se ha demostrado por parte alguna es que haya un vínculo de causalidad entre las decisiones empresariales de invertir y estas rebajas estrepitosas de impuestos.
La inversión es una decisión que normalmente está más vinculada a la existencia de mercados, de facilidades de transporte, de comunicaciones, de crédito, de servicios públicos, de seguridad, de estabilidad jurídica, y de tarifas tributarias moderadas pero generales. Estos son los factores que mueven a una junta directiva a autorizar una nueva inversión o un ensanche, mucho más que las gangas tributarias. Claro, si éstas últimas se brindan, tanto mejor para el empresario, pero no es éste el motivo determinante de su decisión.
Una extensión indiscriminada de beneficios tributarios (como la que se viene ofreciendo en Colombia a las inversiones de capital) tiene no solo un costo fiscal inmenso sino que desalienta la generación de nuevo empleo productivo, pues abarata inmoderadamente el factor capital frente al trabajo. Es, además, un costo fiscal regresivo que termina cayendo sobre todos los contribuyentes que pagan impuestos como asalariados o consumidores".
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